EL ASEDIO, DE BEN MACINTYRE



(detalles de fotografías al final)


Tanta es la habilidad narrativa del historiador británico Ben Macintyre que me animaría a decir que si le dan un cuaderno con palotes dibujados por niños nos terminaría contándonos una historia fascinante.

Dicha fascinación se hace presente cuando reconstruye, con múltiples detalles, hechos ocurridos en el pasado especialmente ligados a la Segunda Guerra Mundial. Entre esos trabajos puedo citar a Agente Sonya, Espía y traidor y Los prisioneros de Colditz.



Lo central en este brillante autor es la exhaustiva investigación que lleva adelante para concretar sus relatos, así como y su particular manera de rescatar (como si los reviviera) a diversos protagonistas fallecidos considerable tiempo atrás.

Los tres libros aludidos son plena muestra de cómo -al narrar hasta ínfimos detalles- los actores de sus historias son retratados a partir de hechos poco o nada conocidos que sirven para mostrar sus peculiaridades, sus perfiles humanos. Un “engaño” que no es tal  porque le permite al autor exponerlos como en primer plano, vitales, carnales, al punto de parecernos actuales.



Ocurre puntualmente en El asedio (libro publicado en inglés el año pasado), una, reconstrucción minuciosa de lo que fuera el asalto a la embajada de Irán en Londres, hecho que tuvo una gran repercusión en su época registrado entre el 30 de abril y el 5 de mayo de 1980. El ataque fue llevado a cabo por un grupo de árabes nacidos en Irán, etnia notoria e históricamente discriminada.



Más allá de los propósitos que llevaron al grupo a producir lo que era en esencia un acto terrorista, el momento elegido no fue para nada propicio, dado que se vivían días de máxima tensión por la toma de la embajada norteamericana en Teherán, alentada por el gobierno del ayatola Jomeini y perpetrada por verdaderas turbas que la mantuvieron ocupada durante cuatrocientos cuarenta y cuatro días, entre el 4 de noviembre de 1979 y el 20 de enero de 1981.

Los sesenta y seis rehenes que se hallaban en la sede diplomática no pudieron ser rescatados, a pesar de un intento fallido ordenado por el expresidente Jimmy Carter, con el saldo de destrucción de aparatos y de accidentes mortales (ocho soldados norteamericanos perecieron en esa ocasión)*.

El episodio de Teherán resulta clave para entender que la toma de la embajada en Londres estaba condenada al fracaso desde el vamos. La primera ministra Margaret Thatcher hacía poco menos de un año que ocupaba el cargo y no estaba en condiciones de demostrar debilidad**. Desde el primer instante ordenó que no hubiese ninguna negociación con los asaltantes, cuyo destino final debería ser la cárcel o la muerte.

Además, lo que reclamaban los asaltantes era hasta incomprensible para el mundo en general y para los británicos en particular.  Aún hoy no son pocos los que no terminan de entender que los iraníes no son árabes, sino persas plegados a la religión musulmana, en su versión chiita que, llegado el caso, alienta el martirio.

Internacionalmente no se entendía demasiado (lo digo mejor: no se entendía de ninguna manera) el reclamo que hacían los secuestradores provenientes de la provincia iraní de Juzestán (a la que ellos llamaban Arabistán). Consistía en la liberación de cientos de presos políticos que languidecían en las cárceles de los ayatolas. Cárceles, torturas, persecuciones y asesinatos que también perpetraron los servicios secretos, y los no tan secretos, en los tiempos del sha Reza Pahleví, derrocado por el ayatola Jomeini.

El vínculo afectivo, y también político, de los árabes iranies lo mantenían con el gobierno y la población de Irak. Después se sabría que la toma habría sido algo más que alentada por el dictador Saddam Hussein y de manera más concreta por el terrorista Abu Nidal***.


Al grupo lo dirigía una persona sobreviviente de las cárceles iraníes, perseguido y deseoso de vengar la muerte de un hermano asesinado por las fuerzas de seguridad iraníes. Se hacía llamar Salim y en el primero de los comunicados que fue dando a conocer hacía saber que sus reivindicaciones tenían que ver con lo que ocurría con sus connacionales en Irán y sin la intención de molestar a Gran Bretaña. La toma de una embajada con rehenes debería haberle hecho comprender que no era su mejor carta de presentación.

Dividido el libro en seis partes, correspondientes a los días de la toma de la embajada, y con un corolario detallado sobre lo que ocurrió luego de la toma, Macintyre despliega su calidad de narrador de una manera que termina siendo excepcional. Cuenta en detalle cada momento, describe a los protagonistas (principales y secundarios) como a las diversas situaciones que se van produciendo con profusión de pormenores, y toda la historia remeda al desarrollo de una vivaz película, con multiplicidad de personajes y escenarios diversos en mutación permanente.

Así, en primer término, el autor “muestra” a los seis forajidos minutos antes del asalto y, en forma casi simultánea, al agente británico Trevor Lock, custodio de la embajada que cumplía un trabajo simple, nada estresante y sí aburrido, cosa que al policía no le causaba rechazo, sino que “le parecía bien”. Treinta y una personas, en su totalidad, se hallaban en el edificio, entre personal diplomático, empleados y visitantes ocasionales.



La “tercera pata” estuvo conformada por siete Ranger Rover, dos furgonetas y dos camiones de mudanzas en los cuales viajaba un total de cuarenta y cinco soldados del Servicio Aéreo Especial (SAS) fuerza de choque del ejército inglés, altamente especializada, que tendría especial actuación en la recuperación de la embajada, verdadera prueba de fuego para quienes ya venían de tener enfrentamientos con los irlandeses rebeldes en Irlanda del Norte. Ese grupo salió de su base no bien hubo información sobre el asalto.

Los seis días de la toma son “recuperados” por Macintyre con  minuciosidad extrema. Los personajes cobran inusitada entidad, son mujeres y hombres reales, con sus temores y prejuicios, sus actos generosos o mezquinos. El autor los muestra con miedo o distendidos, en sus momentos más personales y hasta íntimos, y también cuando de una u otra manera se conectan con el exterior, ya se trate de los rehenes o de los asaltantes.

Obviamente, salta del “adentro” al “afuera” de manera constante y a medida que pasa el tiempo va describiendo a funcionarios y soldados, periodistas y personas del común, impensados coprotagonistas del episodio histórico.



Los periodistas tendrán un inusitado protagonismo dado que al durar la toma prácticamente una semana se dan tiempo para ubicarse en lugares de privilegio y cuando se produce el episodio de la recuperación (bélica) del edificio uno de los canales toma la decisión de interrumpir la transmisión programada y da lugar a sus equipos exteriores, medida que de inmediato copian los restantes medios (no solo ingleses, sino europeos y estadounidenses) por lo que los televisores de Gran Bretaña y de otros puntos del planeta pudieron ver “en vivo y en directo” por primera vez un episodio de tal naturaleza.

Salim intentaba de distinta manera conseguir que su mensaje se difundiera en los medios, especialmente en la BBC, pero nada de eso obtuvo. Los negociadores del gobierno prometían lo que nunca hubieran cumplido, demorando respuestas solo para ganar tiempo, mientras las tropas especiales continuaban afinando sus planes para el asalto al entender que los secuestradores no se iban a rendir. La orden central era la de rescatar con vida a los rehenes.

Macintyre hablará de miedos y situaciones extremas, de temores ciertos e infundados, relatará con constante profusión de detalles, “seguirá” a cada habitante del edificio tomado (de los cuales solo saldrán dos personas antes de ataque final). Los mostrará pletóricos y asustados, agotados o -llegado el caso- hasta ligeramente divertidos. Por cierto, a medida que pasaban las horas todo fue para peor. Los secuestradores advertirán que no son tomados en cuenta y los secuestrados temerán por sus vidas. El encierro crispará sus miedos, se sentirán sucios, tendrán hambre y sed, ir a los servicios se volvió un suplicio. Una de las mujeres adelantará su parto.



Lock será utilizado una y otra vez como mensajero. Tendrá que hacer malabares para que no se descubriera que por determinada razón un arma había quedado en su poder. Debió apelar a múltiples recursos para no ser descubierto. En tanto una suerte de telaraña se fue tejiendo en torno a la embajada. Quienes la ocupaban lo ignoraban, también los medios periodísticos, pero múltiples reuniones se realizaron preparando el asalto, tanto en reuniones secretas que se desarrollaron en derredor de la embajada en edificios sigilosamente tomados por funcionarios, militares, soldados, como fuera de allí, donde las principales figuras del gobierno y de las fuerzas armadas dseñaban la embestida final.

En un momento dado, los asaltantes mutaron sus reclamos y exigieron dinero y medios para salir del lugar: un transporte y un avión. El cansancio les iba ganando al tiempo que Salim fue comprendiendo que el engaño era la constante. Le costó convencerse porque deseaba que el asalto fuera exitoso. Engaño mutuo, entonces.

Además, el pasar de horas y días, además de la falta de resultados, deterioró su liderazgo. Mientras uno de los asaltantes fue tomando sus propias iniciativas, otros dos querían rendirse y quedarse en Londres. Conocieron la capital británica capital y sus atractivos, entre ellos la libertad imperante, no les pasaron desapercibidos.

Hasta que llegó el lunes 5 de mayo de 1980 y con él la hora de la verdad. Se terminaban dilaciones y mentiras, las supuestas negociaciones se esfumaban y en cambio todo estaba preparado para un ataque que resultaría letal.



En la página 346 del libro se lee: “A las 19,23 una enorme explosión sacudió al edificio”.

A partir de la página siguiente, y hasta la 390, Macintyre despliega todo su talento para narrar de manera minuciosa, no pocas veces escalofriante, el asalto a la embajada que se produce en simultáneo en distintos frentes. El edificio estaba preparado para resistir un ataque de esa naturaleza. Una construcción excepcional, pródiga en detalles (blindajes, entre tantos otros), de gran magnitud (cuatro pisos), con múltiples dependencias, una verdadera mansión plena de riquezas arquitectónicas.

Así como los asaltantes planificaron hasta el mínimo detalle, el narrador no parece olvidar ni el menor episodio. Se cuida de calificar, pero va evidenciando que aquí y allá se produjeron situaciones terribles, que fue todo a matar o morir y sin lugar para la misericordia.

Asaltantes y asaltados, atacantes, terroristas, rehenes, todos y cada uno de los protagonistas del macabro episodio no son olvidados por Macintyre y así se sabrá que uno de los soldados quedó colgado largo tiempo de una soga mientras un incendio (hubo varios) comenzaba a quemarle sus piernas, que un rehén casi perece ahogado por el humo y las llamas arrinconado en un balcón, que uno de los secuestradores que quería rendirse es abatido no bien lo descubre un militar sin darle tiempo a nada. Nadie dio respiro. 



El autor se permite una notable recreación de la brutal pelea entre Salim y el policia Lock, lucha que interrumpiera un soldado quien de un disparo certero abatió al líder de los asaltantes.

Cuarenta y cuatro páginas más adelante se lee: “La operación Nimrod había durado once minutos”.

Nimrod fue el nombre clave elegido para la recuperación del edificio que quedó destruido en su mayor parte dada la profusión de bombas y granadas y de los múltiples disparos registrados durante ese corto tiempo.

El narrador se da tiempo para contar qué ocurrió con los principales actores de este tremendo episodio. El único sobreviviente de los atacantes, Fowzi Nejad, fue salvado por una de las rehenes y, luego de permanecer en la cárcel, quedó residiendo en Gran Bretaña. A cuatro militares se les otorgaron medallas entregadas en ceremonia secreta, porque la SAS no debía exponerse al público, aunque resultó difícil dado que el episodio de la embajada volvió héroes a sus integrantes.



Con este libro Benedict Richard Pierre Ben Macintyre (el décimo quinto de su producción) ha dado un salto de calidad infrecuente, lo que es decir. Como señalé al comienzo, sus minuciosas reconstrucciones históricas y la carnadura que confiere a sus protagonistas hacen que sus relatos sean tan atrapantes como insuperables. El asedio vuelve a demostrarlo.

(Y la información adicional señala que será adaptado para la televisión por el mismo equipo que está a cargo de la excepcional serie Caballos lentos. No puede sorprender).

La muy cuidada edición de Crítica se completa con una amplia profusión de fotografías. 

*La frustrada liberación de los rehenes terminaría siendo uno de los motivos centrales que le harían perder la reelección al mandatario demócrata. 

**Su temperamento intransigente volvería a quedar reflejado tanto en su decisión de reprimir una larga y tormentosa huelga de mineros como en su “guerra” contra el IRA irlandés y, más aún (y bien que lo sabemos) en la guerra de Malvinas. 

***Abu Nidal en esos años había dirigido operaciones terroristas de alto impacto (con gran cantidad de muertos y destrucción) en distintas partes del mundo. Este huidizo personaje terminaría muriendo en 2002, en Irak. Se lo llamó suicidio de manera oficial, pero lo más probable es que se tratara de un asesinato ordenado por el gobierno de Hussein.

 

El asedio (The Siege) de Ben MacIntyre 

Crítica (Planeta), Madrid, 2025, 462 páginas

Traducción de Efrén del Valle

Con cuatro cuadernillos de fotografías, mapa de Irán y planos de la embajada iraní en Londres

 




Fotografías /de arriba abajo) El autor y escena del asalto a la embajada; el ataque a la embajada de Estados Unidos en Teherán, Irán, 4 de noviembre de 1979: el terrorista Abu Nidal; asalto a la embajada; público reunido en cercanías del edificio tomado en Londres reclamando por la liberación de los rehenes; el policía Trevor Lock saluda desde una ventana del edificio diplomático que terminaba de ser liberado, acompañado por dos rehenes; el frente del edificio en los inicios del ataque: el terrorista Salim; la edición inglesa de El asedio

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