LOS PRISIONEROS DE COLDITZ., DE BEN MACINTYRE

(detalles de las fotografías al final)

A lo largo de una decena de títulos, el inglés Ben Macintyre ha venido convirtiéndose en uno de los mejores, si no el mejor, “cronista” de la Segunda Guerra Mundial, con sus historias de espías o de prisioneros, como lo es en este último caso su vibrante y más reciente trabajo: Los prisioneros de Colditz.

Colditz fue un castillo-fortaleza cuyos orígenes se remontan a principios de los años mil y ha sido utilizado con distintos fines a lo largo de las centurias. A poco de iniciada la Segunda Guerra Mundial se lo usó como una cárcel para los oficiales que cayeran prisioneros de los nazis. 

Por ella, y a lo largo de los cinco años que duró la contienda, fueron alojados oficiales, en su mayoría díscolos, que pertenecían a las fuerzas enemigas de las alemanas, especialmente ingleses, franceses, polacos y neerlandeses. Luego del desembarco aliado en Normandía, a ellos se sumarían los estadounidenses. 

Imponente y tétrico. El castillo se encuentra en el este de Alemania y dio nombre al pueblo que lo rodea. Imponente, fue objeto de múltiples reformas y sus ocupantes (tanto carceleros como prisioneros), al menos hasta el momento en que ocurrieron los acontecimientos que narra Macintyre, no llegaron a tener un conocimiento acabado de la totalidad de la enorme construcción que, en diversos sectores internos, resultaba un ignoto laberinto. Amén de resultar tétrico.

Esto facilitó que los oficiales detenidos, muchos de ellos con antecedentes de haber tenido éxito en fugas de otras prisiones, trabajaran a lo largo del tiempo en distintos proyectos (especialmente túneles y similares) para, precisamente, escapar de la cárcel y volver no solo a sus respectivos terruños sino, más que nada, retornar a la pelea. Aunque la mayoría de los planes fracasaron, se produjeron varias fugas. Las tres docenas de hombres que pudieron huir, en su gran mayoría volvieron a luchar. 

La historia de los detenidos fue tergiversada por el cine y la televisión, transformando a los prisioneros en héroes impolutos, casi invencibles, cuando en realidad lo fueron a medias, si lo llegaron a ser. El autor de este trabajo, minucioso, elaborado sin prejuicios, apelando a la constante objetividad, se ocupa de colocar las cosas en su lugar, hablando sí de actos heroicos, pero también de humillaciones, traiciones y fracasos. 

Extrema sensibilidad. Lo que prevalece es la sensibilidad de Macintyre para narrar múltiples hechos ocurridos en ese lugar un tanto privilegiado (comparado con otras cárceles del régimen nazi, para no hablar de los campos de concentración), sin incurrir en hipócritas omisiones. Hablando, en definitiva, de seres humanos, más allá de sus uniformes, condicionados por sus creencias, con todos sus aciertos. Y con todos sus errores. 

Los oficiales eran encerrados con sus ordenanzas. Y estos debían atender tanto a sus jefes como a los oficiales alemanes. Doble trabajo, sin ninguna compensación ni el menor reconocimiento. 

El amo y el esclavo. Al respecto, MacIntyre se detiene en la figura del héroe por antonomasia de la aviación inglesa, Douglas Bader, quien cayó prisionero luego de haber abatido a más de veinte aviones enemigos. La particularidad de Bader era que había perdido sus dos piernas en un accidente aéreo. Pese a todo, y debido a su insistencia, volvió a combatir. Sin embargo, al tiempo de ser un verdadero héroe resultaba “arrogante, dominante y espectacularmente grosero”, según lo describe el autor. Se manejaba como mejor podía con sus piernas de hojalata, pero esclavizó a su ordenanza, Alex Ross, quien debía cargar con él, bañarlo y asistirlo de múltiples maneras. Le impidió, pese a que tuvo esa oportunidad, salir en libertad antes que él y jamás tuvo hacia su subordinado el menor gesto de reconocimiento. Mientras el público lo admiraba, a sus compañeros de prisión se les volvió insoportable. 

Los carceleros pertenecían a las fuerzas armadas, no eran SS ni similares e incluso algunos no simpatizaban con Hitler. Sin embargo, a nadie se le hubiera ocurrido rendirse o traicionar a su patria. La relación entre carceleros y prisioneros fue relativamente buena, aunque con el paso del tiempo se tornó tensa, porque resultaba evidente que Alemania iba perdiendo la guerra y mientras el número de prisioneros se acrecentaba, aumentaba la hambruna, dentro y fuera de la cárcel, y también los bombardeos aliados a las ciudades y pueblos germanos. Durante el tiempo que pudo, la Cruz Roja ayudó a paliar la situación de los presos quienes llegaron a comer de manera más abundante que los propios carceleros. 

Fugas sí, fugas no. En cuanto a las fugas, de entre quienes consiguieron huir se destaca un oficial de la caballería francesa, Pierre Mairesse-Lebrun, quien logró saltar una valla perimetral de considerable altura, eludir los disparos de los guardias, escapar por un bosque, subir a una bicicleta en la que pedaleó cinco días consecutivos y lograr, por fin, arribar a Suiza. Extenuado y hambriento, pero libre. Y no solo eso, sino que había dejado sus pertenencias en el castillo y en ellas una nota, para que se la enviaran a una determinada dirección de París. Una broma, claro está, pero lo extraño, dada la situación que implicaba la contienda, fue que los alemanes le hicieron el envío… 

El teniente inglés Michael Sinclair intentó huir varias veces y en todas fracasó. En una de ellas copió el uniforme, el rostro (que incluía unos enormes bigotes blancos), la voz y los modales de un sargento y solo fracasó porque exhibió un pase equivocado. Murió trágicamente en lo que fue su último intento de evasión. En cambio, Airey Neavy, no solo consiguió huir luego de varios intentos, sino que llegó a colaborar activamente con los servicios de inteligencia ingleses y, más tarde, ya concluida la guerra, inició una ambiciosa carrera política que frustró abruptamente una bomba colocada bajo su auto por el IRA irlandés, en tiempos de Margareth Thatcher, de la que fue estrecho colaborador. 

Como dije, Macintyre es minucioso, detallista al máximo, y muy hábil para narrar, manteniendo el interés de quien lee desde la primera a la última página. De quienes fueron los “protagonistas” centrales de las historias aquí recuperadas, los “ha seguido” más allá de la contienda bélica. De muchos de ellos ha logrado contar múltiples facetas, propio de un autor infrecuente como lo es este cronista inglés, porque esa minuciosidad es consecuencia de una investigación que en muchos casos debe haberle resultado hasta extenuante. 

Los prominentes. Episodio aparte refiere a los “prominentes”, prisioneros con títulos nobiliarios, o parientes de líderes políticos (entre ellos Giles Romilly, un sobrino comunista de Winston Churchill) a los que se protegía de manera especial porque se los consideró como “piezas de intercambio” que, llegado el caso, podrían ser negociados con los aliados, algo que finalmente nunca ocurrió. 

He hablado de varios “personajes” y omitido a muchos otros, no obstante, como cierre, cabe mencionar a tres de ellos: el médico indio Birendranath Mazundar, quien por el color de su piel y, más que eso, por pertenecer a un país que, con un Gandhi vivo, luchaba por su independencia, despertó constantes, pero infundadas sospechas de ser un espía de los nazis. Las divisiones de clases se mantuvieron impertérritas en la prisión, y el médico indio debió soportar marginación y humillaciones de todo orden, sin razón ninguna. 

El segundo es el oficial alemán Reinhold Eggers, quien intentaba tanto que se cumpliera la Convención de Ginebra sobre prisioneros de guerra, como evitar fugas. Trataba de ser fiel a su palabra, no excederse en sus atribuciones, pero que se lo respetara y obedeciera. Según el autor, no sentía simpatía por Hitler y su régimen, pero era fiel a su país y lo demostró hasta el mismo final de la guerra. 

Hombre secreto. El tercero no estuvo nunca en Colditz, ni en Alemania, pero desde la soledad de la zona rural inglesa, en un lugar secreto y desconocido para casi todos, se las ingeniaba para enviar a los prisioneros múltiples elementos que eventualmente servirían de apoyo. Así inventó brújulas que cabían en una cáscara de nuez, mapas impresos en tinta invisible y en papeles casi transparentes. Logró enviar dinero, documentación falsa y mucho más dentro de distintos artefactos, tales como discos o raquetas deportivas. Christopher Clayton Hutton, aún hoy desconocido para el gran público, podría haber sido el modelo de M, el anciano que en varias películas de James Bond preparaba artefactos secretos para el gran espía. Un ser excepcional de quien bien se podría contar una excelente historia ya sea en el cine o en alguna serie. 

Mención, también, para la muy joven Irma Wernicke, habitante del pueblo pegado al castillo, hija de un odontólogo, nazi convencido, que por amor y convicción fue una audaz colaboradora de los prisioneros a quienes ayudaba como mejor podía en sus planes de fuga. 

Enorme tedio, grandes silencios. Queda, al fin, hablar del enorme tedio que debían soportar los prisioneros, de las intrigas y los secretos, de cómo dejaron vivo a un traidor que había entregado a sus propios compañeros (Walter Purdy) y de múltiples hechos nunca contados, entre ellos la sexualidad reprimida y la homosexualidad nunca admitida, porque era un tema tabú. 

Bien expresan en contratapa que “los reclusos representaban una sociedad en miniatura, llena de héroes y traidores, con conflicto de clases y alianzas secretas, y toda la gama de la alegría y la desesperación humanas”. Todo eso es lo que recoge esta crónica ejemplar.

 Los prisioneros de Colditz. Supervivencia y fuga de la más inexpugnable fortaleza nazi (Colditz. Prisioners of the Castle), de Ben Macintyre

Planeta, Barcelona, 395 páginas, con cuatro cuadernillos de fotografías

Traducción de Efrén del Valle

 Datos para una biografía. Ben (Benedict Richard Pierce) Macintyre (Oxford, Inglaterra, 1963), es columnista y editor asociado en The Times, diario para el cual también ha trabajado como corresponsal en Nueva York, París y Washington. Es autor de El agente Zigzag. La verdadera historia de Eddie Chapman, el espía más asombroso de la segunda guerra mundial (2009), El hombre que nunca existió. Operación Carne Picada. La historia del episodio que cambió el curso de la segunda guerra mundial (2010), La historia secreta del día D. La verdad sobre los superespías que engañaron a Hitler (2013), Un espía entre amigos. La gran traición de Kim Philby (2015), Los hombres del SAS. Héroes y canallas en el cuerpo de operaciones especiales británico (2017), Espía y traidor. La mayor historia de espionaje de la guerra fría (2019) y Los prisioneros de Colditz(2022).

Fotografías, de arriba abajo: Ben Macintyre; el imponente castillo tal como se lo veía durante la guerra; el oficial francés Émile Boulé, detenido cuando intentó huir disfrazado de mujer; el comando Micky Born hace la V de la Victoria con su mano izquierda mientras es conducido prisionero, gesto que le podía haber costado de la vida; Douglas Bader y su esclavizado ordenanza Alex Ross; patio de prisioneros en el castillo; el francés Mairesse-Lebrun, el gran fugitivo: Romilly, el sobrino comunista de Churchill, con quien no tenía el menor contacto, algo que los nazis ignoraban; Hutton, maestro de los diseños inverosímiles; formación de prisioneros uniformados en Colditz

 Otros comentarios de libros de Ben Macintyre en Noticias desde el sur

Espía y traidor

Agente Sonya. Amante, madre, soldado, espía

Comentarios