BALDÍO, DE MATÍAS DALVARADE


(diseño de Gerardo Morán)

Por pedido (en realidad, una imposición) de su progenitor, Luis Fisher regresa al pueblo del que había partido años atrás para radicarse en la ciudad de Buenos Aires. Los Fisher tienen un pequeño almacén del que Luis va haciéndose cargo en forma progresiva porque su padre se enferma de Parkinson y de ahí en más todo significará retroceso.

De chico, Luis vivió un inesperado suceso al obtener un primer premio en un concurso de cuentos. A partir de ese momento su vida cambia y es así que termina viviendo en la capital argentina, donde ejerce la docencia y convive con Verónica. Cuando su padre lo convoca acepta porque ha tenido con su mujer una pelea, o un enfrentamiento, al parecer grave pero que nunca se termina de esclarecer.

La anécdota no es excepcional en lo que se narra en Baldío, novela de Matías Dalvarade que recibiera el Premio Luz Fernández Ediciones “por sus personajes perturbadores y su solidez narrativa” -según destacó el jurado. En el relato es mucho lo que se sugiere y es poco (o quizás nada) aquello que termina sabiéndose.



La historia transcurre en los comienzos de este siglo (se deduce por ligeras informaciones, tal como hablar del “partido de De Narváez”*) y el baldío del título refiere a un predio abandonado que se encuentra frente al almacén de los Fisher donde, un tanto sorpresivamente, comienza a levantarse un edificio en el que se instalará un laboratorio de agroquímicos.

En el baldío, cuando se hacen excavaciones para cimentar la futura obra, se encuentran unos huesos que podrían ser tanto de animal como de un ser humano. Esto último da lugar a muchas sospechas. Y lo que sobrevendrá: un reiterado silencio de los pobladores.

Una vecina, Clara, alienta la sospecha de que podría tratarse de los restos de un tal Carlos Torres, de quien dejó de tenerse noticias durante la época de la dictadura militar (1976-1983), pero no hay claridad y, para peor, tanto el padre de Luis como quienes fueron amigos de Torres nada hacen para colaborar. Por el contrario, aparentan despreocupación por el hallazgo de los huesos. Alguien le llegará a preguntar a Luis si los que están levantando el edificio no le pagaron a su padre para que nada pregunte sobre ese particular. Restos que durante considerable tiempo nadie atina a analizar.

Todo es así en el desarrollo de la novela, algo asoma o parece asomar, eso que altera el panorama apacible del pueblo en el que nunca-pasa-nada, y de inmediato los vecinos, los más próximos, aquellos que se dicen amigos o amigas optan por el mutismo. Una suerte de Fuenteovejuna que se niega a hacerse cargo de nada. Peor aún: que se niega a aceptar que algo malo haya ocurrido.

Los huesos hallados llevaban adherida una tela. El hijo de Fisher no descartó en un momento que se tratara de osamenta animal, pero Clara, aplicando el sentido común, le señala: “Acá nadie le pone ropa a los perros”.

Al tiempo, Luis descubre en una foto antigua que muestra a Torres vestido con una camisa, “una escocesa con dos bolsillos”.  El diseño es idéntico a los cuadros que presentaba la tela rota que “acompañaba” a los restos hallados.

A Luis lo rodea la inacción y la complicidad implícita. Sus deseos de actuar, de acusar, de dilucidar lo que había o habría pasado con Torres y otra persona de apellido Juárez, un profesor también desaparecido en los años de la represión dictatorial, van declinando porque no encuentra aliados, salvo Clara, que también se irá quedando en expresiones de deseo.

Nada se esclarece, ni siquiera lo que ocurrió con Verónica (habría habido entre ellos una gran pelea quizás violenta; en un momento dado Clara le dice a Luis: “Nació”, sin agregados, a lo mejor refiriéndose a la mujer que quedó en Buenos Aires).


"Sueño con bebés. Bebés que lloran en cunas, en cochecitos, siempre solos, sin ningún adulto alrededor"

 En tanto, Luis se dedica a correr, exigiéndose cada vez más, copiándose de un maratonista japonés de los ’60 del siglo pasado, Watanabe, quien se exigía al máximo, como una manera de eludir cuanto lo rodeaba. Quizás.

Dalvarade insinúa con un lenguaje medido, contenido. Todo Baldío es elusivo, quien lea la novela deberá buscar las respuestas entre denuncias incompletas, complicidades y silencios reiterados. 

Entre tanto que se dice, pero sin esclarecer, emerge una suerte de banda, quizás de jóvenes, que va diseminando en el pueblo mensajes con amenazas que quedan latentes en un "más allá" de la propia novela.

Con cuarenta y seis años, un libro de cuentos anterior y diversos premios y reconocimientos, el autor ha dado un gran paso con este libro galardonado.


*Alusión a Francisco de Narváez, quien fuera diputado nacional entre 2005 y 2010 y candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires en 2007.

 

Baldío, de Matías Dalvarade

Luz Fernández Ediciones, Buenos Aires 2025, 183 páginas

El jurado que premió por unanimidad a la novela estuvo integrado por Esther Cross, Daniel Guebel y Ariel Magnus                                                                                                                                                                                                                                                              

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