VENTIÚN METROS EXACTOS (CUENTO INÉDITO)


En la ciudad volcada sobre la laguna y el puente, plagada de negocios cerrados que no pudieron contra el Covid y la crisis recurrente, el empleadito se desplaza por las húmedas calles del centro con su cabeza siempre gacha y sus breves pasos, eficientes y tranquilos. Camina casi mirar y sin que su rostro cambie en algún momento su acostumbrada pasividad. Su cara sin expresiones, una de esas apreciadas por James Hadley Chase porque, decía, era de aquellas que nadie recuerda. De las que pueden cometer el crimen y quedar impunes.

Cada tanto, entre caminata y caminata, con discreción y disimulo, se encontraba con la rubia que tenía su parada en lo que llamaba aún calle Catamarca, cerca del puerto. De esos encuentros casi no tenía memoria. De otros sí, pero los callaba y trataba de que no lo acompañaran en su vida de todos los días.

Caminaba, lento y seguro, cumplía a cabalidad las instrucciones que le daban en la oficina, trataba de cumplir, en tiempo, forma y horario. A veces no lo hacía, pero eran faltas leves, mínimas, a punto tal de que nadie las registraba. Frio o calor, agua de lluvia o sol a pleno, el empleadito cumplía, callado, sereno, simple. El primero en llegar. El último en partir. Su manera de vivir.

Hombre de mandados. De la oficina lo enviaban al correo cuando se trataba de paquetes, porque cartas, lo que se dice cartas, en su enorme mayoría habían ingresado al letal olvido, o a otras oficinas, generalmente con carpetas y documentos, muy pocas veces con dinero. Confiaban en su diligencia y en su discreción. Salía con su paso lento y eficiente, y en general todo lo hacía a pie porque el centro era chico y se veía reducido tratándose de oficinas y despachos en los que, con sus más y con sus menos, se llevaban a cabo similares trabajos, rápidos acuerdos, trapisondas de las que era ajeno.

Sobre las que nada preguntaba. Llevaba, traía, eficiente, silencioso, en tiempo y forma. No había necesidad de cronometrarle los mandados porque los cumplía de manera eficiente y en el horario previsible.

 En su vida no había cambios, impedimentos, defectos. La eficiencia vuelta persona. Tal, el empleadito.

Carecía de planes. Le bastaba la pieza de pensión, las salidas al parque los fines de semana, cada tanto una película que elegia al azar y sobre la que no hacía el menor comentario en su trabajo. Se cuidaba bien de estar al tanto sobre los resultados de los partidos del fútbol, que no le despertaba pasión, pero como la mayoría de sus compañeros vibraban con determinados colores también lo hacía y adhiriendo a las alegrías cuando se ganaba y mostraba leve tristeza en los momentos en que las cosas iban mal. No más que eso. Tomaba café, que no terminaba de gustarle, cuando los demás lo hacían y comía las frugales medialunas para evitarse problemas. Inventó una novia, inventó unos suegros y más tarde inventó una pelea inexistente porque estaba cansado de inventar.

No le preguntaban demasiado, mantenía silencio y distancia y, también, porque era en realidad el chico de los mandados, la mayor parte del tiempo estaba en la calle, yendo para allí y volviendo para allá. No le importaban los cambios del clima, los aceptaba, era parte de su trabajo y resultaban mejor que la compañía pesada, a veces hasta incomprensible para él, de sus compañeros de oficina.

Ledesma, de pronto.

Cuarenta y seis metros, veinte centímetros. Ni una cuadra. Primer piso, oficina cuatro. Una placa dice Estudio de los doctores Ledesma.

El jefe lo llama y le entrega un portafolios, que no tiene nada. Y dos sobres abultados, que le hace guardar en la campera holgada que el empleadito lleva siempre en el invierno. Como si durmiera con ella.

No debo ir yo, Pereyra faltó, Ledesma espera. Tiene treinta minutos para ir y volver. Si alguien le quita el portafolios, lo entrega sin protestar. La campera, bien cerrada.

Baja las escaleras y sus pasos empiezan a llevarlo hacia lo de Ledesma. Cuarenta y dos metros quince centímetros, treinta nueve metros, veintidós centímetros, treinta y cinco metros, tres centímetros, veintiocho metros, catorce centímetros, veintitrés metros la puerta abierta del bar de la Flaca y la propia Flaca en soledad sonriéndole con sonrisa vencida y el empleadito que detiene sus pasos en el bar en el que a veces entra a tomar un té que la Flaca nunca le cobra sobre lo que nunca habla y guarda en lo profundo de sí y la mira y le hace un gesto y la Flaca se acerca y el empleadito detiene un taxi y le dice dos palabras que a lo mejor son cuatro o seis y la Flaca que dice no con la cabeza y el empleadito le muestra su precario reloj y la Flaca suspira.

Y por fin suben al auto.

Veintiún metros exactos.

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