“No sé”, le digo al juez. ¿Cuántas veces lo he dicho? ¿Y
de qué me sirve, si contesto siempre lo mismo y nadie me cree? Estoy cansado.
Derrotado. Arruinado. Resignado. Graciela parece reírse de mí. Jamás lo hizo,
pero es lo que siento. “No sé”. Quiero que esto termine. La cárcel es una
porquería. La vida lo es.
No vale la pena repetir que cuando llegué a casa Graciela
no estaba y tampoco había dejado mensaje. Pensé que habría salido para una
compra de último momento. Quizás, porque le gustaba recibirme con alguna comida
que me sorprendiera. Esperé un rato y la televisión me distrajo más de la
cuenta, tanto que eran muy pasadas las nueve de la noche cuando reaccioné al
tomar conciencia de que continuaba sin volver.
Sus cosas, incluyendo el celular, permanecían en casa. Fui
al almacén de la otra cuadra para comprobar si aún permanecía allí, pero el local
estaba cerrado.
Con una creciente aprensión me volví esperando que
Graciela hubiera regresado, algo que lamentablemente no ocurrió. En ese momento caí por
fin en la cuenta de que todo andaba mal, muy mal. Mientras me insultaba por
haberme demorado tanto fui llamando a familiares, amigos, conocidos, quienes de a uno debí descartar: nadie tenía noticias de mi mujer. Con miedo creciente me
comuniqué con las guardias, públicas y privadas. Un abogado amigo me aconsejó
hablar con la policía.
Y ahí comenzó el calvario de lo que estoy viviendo hasta
ahora mismo.
Porque no tuve manera de demostrar que era inocente, que
nada tenía que ver con la desaparición de Graciela. Es cierto que ellos,
policías, fiscales, el juez, tampoco pudieron comprobarme ningún desvío, nada
que me asociara con la ausencia de Gabriela, pero como no encontraron ninguna
otra explicación y mis “no sé” fueron insuficientes, terminaron condenándome.
Temblaba cuando entré en la cárcel. Me sentía horrible en
ese mundo desconocido, siniestro, tal como sigo sintiéndome en este preciso momento.
No, no pude demostrar mi inocencia. Fue inútil insistir
en que nos amábamos, que confiábamos en nosotros. Les mostré nuestras cuentas
bancarias en común, la ausencia de deudas. Mi abogado insistió que no había
denuncias en mi contra. En el trabajo hablaron bien de mí. No se pudo demostrar
que hubiera viajado lejos de la ciudad, que tuviera una amante, que fuera
borracho o jugador empedernido. Y sin embargo…
“Mientras no aparezca Graciela…”, terminó diciéndome con
resignación el abogado.
La condena fue enorme. Mi miedo de morir acá adentro
aumenta todo el tiempo. Por una mirada de más o de menos te acuchillan. La
pelea porque sí puede surgir en cualquier momento. Me pueden violar, me pueden
destruir. Otros son los que mandan. Piden más plata de la que tengo.
Mi vida terminó de un momento para otro. Intenté matarme
sin conseguirlo.
En la celda de castigo me dan pan y agua y me hacen
soportar un olor repugnante. No termino de saber por qué me han castigado.
Sospecho que por no pagar al jefe, al capo de los presos, al que sea.
Apenas entra un mínimo de luz por debajo de la puerta.
Alcanzo a ver un papel que alguien me manda o que no vi
antes.
Me estiro, lo agarro. Leo.
“Qué no daría por encontrarte”, leo, a duras penas. ¿Qué
es esto? ¿Una broma que me hacen para sufrir más? “No sé qué más hacer para ubicarte”. Voy leyendo casi letra por letra. “La casa me ahoga, te necesito,
cómo te necesito”. Estos canallas saben golpear. “Grito todo el tiempo,
lloro porque no estás”. No quiero seguir leyendo, me ahogo, “Peri”, dice la
carta y ahora sí que lloro y grito.
¿Cómo pueden haberse enterado? Nadie, salvo Graciela me
llama así en la mayor intimidad. “¿Cómo me pudiste dejar?”. Palabras sueltas: “abandonada”, “sola”,
“matarme”.
“No soporto más”, alcanzo a leer. “Me acusan por tu
ausencia”.
Dejo de leer.
Son sus palabras.
Es su letra.
Comentarios
Publicar un comentario