EL HOMBRE LLAMADO FRANCO. CUENTO INÉDITO


El hombre que en algún momento se llamará Franco pidió un tipo de sierra que hacía tiempo no se fabricaba. Le hizo ver otros modelos, más apropiados al momento actual, como le comentó, pero el desconocido los rechazó. “No es lo que buscaba”, dijo e hizo un leve saludo, como quien se quita el sombrero que, claro está, no llevaba. Pero era como si lo tuviera puesto, pensó.

Se distrajo brevemente y al buscar al desconocido comprobó que ya se había marchado.

Viernes, cuando atardecía. A la salida del trabajo en vez de volver a su casa caminó unas cuadras al sur e ingresó a la pizzería del barrio. Era el obsequio semanal que se hacía, aunque cada vez le costara más, pero que no deseaba perder. Un simple regalo de hombre solitario: pizza y cerveza y dejar que las horas pasaran en un ambiente que no le resultaba tan opresivo como el de la ferretería. Que no le resultaba tan opresivo como el de su casa.

Comió distraído hasta darse cuenta de que había estado mirando con insistencia a una persona desconocida. De inmediato se rectificó, al tiempo que desviaba la mirada sintiéndose culpable sin serlo. Claro que lo conocía: era el hombre de la sierra, quien parecía ser ajeno a todo, como un visitante extranjero. Eso es lo que ocurría, pensó, que el hombre no era del lugar. Incluso lo imaginó llegando desde un país remoto, muy lejano.

Se veía bastante elegante, aunque no llevara puesto nada llamativo. Sin embargo, algo llamaba la atención… Por supuesto, la ropa que llevaba puesta, distinta a del resto del público que vestía de una manera menos compuesta, más desaliñada podría decirse, vestimenta común. En cambio, el comprador que no fue llevaba puesta una indumentaria propia del que esperaba ingresar a un cine o a un teatro. Cincuenta años atrás.

Cuando de una manera difusa se estaba diciendo que algo no encajaba, en la mesa ocupada por el desconocido se produjo una discusión que fue aumentando de tono. En realidad, el hombre se mantenía callado y aunque no hablara su rostro estaba cubierto de sudor. Parecía un niño sorprendido en falta. Era el mozo el que protestaba. Aunque no entendía del todo, al parecer algo ocurría con el dinero. El hombre negaba con leves movimientos de cabeza mientras se mantenía callado.

Casi sin pensarlo decidió intervenir. A lo mejor era, en efecto, extranjero, y estaba en falta sin terminar de saberlo. O sin poder explicar bien las cosas.

Se acercó y preguntó si podía ayudar. El desconocido mantenía la vista baja en tanto el mozo se mostraba agitado. “¿Qué se mete? ¿Va a pagar usted por este vago?”, preguntó muy ofuscado. “Sí”, contestó, “conozco al señor, debe ser un error”. Sabía que el dinero le iba a alcanzar porque el consumo había sido mínimo. Se metía donde nadie lo había llamado, pero sintió esa vergüenza ajena que produce ver humillada a una persona.

El mozo dijo la cifra con enojo que, en efecto, era exigua. Sacó el dinero y pagó. También abonó su propio consumo y agregó una propina un tanto generosa. Quería salir rápido porque tanto el desconocido como él mismo se habían vuelto centro de miradas y murmullos. “Vamos”, invitó al hombre que se mantenía silencioso.

Salieron a la calle. “Lo acompaño”, le propuso, sin embargo, advirtió que rechazaba la invitación con gestos vagos. El extraño amagó con caminar, pero su impulso así como nació murió de súbito: su cuerpo, en un segundo, pareció volverse estatua.

 

En la plaza, el presunto forastero miraba casi obsesivamente la estatua del prócer, como si estuviera evitando hacer contacto visual. A él le pasaba lo mismo, por lo que observaba sin prestarles la menor atención a las banderas colocadas en hemiciclo.

De pronto, el desconocido habló: “Me parece que conocí esta plaza, tiempo atrás, no estoy demasiado seguro, está todo muy cambiado”.

Suspiró. Dijo algo así como no debería estar acá, hablaba en voz demasiado baja como para entender sus palabras. Se había levantado viento, el sitio se volvió inhóspito, pero los dos siguieron sentados en el incómodo banco de piedra.

Al verlo paralizado en la vereda de la pizzería pensó en marcharse, que se las arreglara solo, como pudiera y mientras pensaba de ese modo se le acercó: “¿Se siente bien?”. El hombre no le contestó manteniendo su inmovilidad. Se dijo que podía haberse muerto, un pensamiento incoherente porque el desconocido permanecía de pie.

Le tocó el brazo, endeble, casi sin sustancia. “¿Qué?” preguntó el hombre, como si terminara de despertar.  “¿Quiere que llame a alguien?”. El extraño negó con enfáticos movimientos de cabeza y de inmediato volvió a caminar con pasos cortos y un tanto torpes con dirección al sur.

Entendió que debía irse en sentido contrario. Al norte, al norte, le decía el sentido común. Terminó prevaleciendo la vaga idea de la solidaridad, de manera que se puso a la par, sin tocarlo.

Marcharon unas cuadras hasta llegar a la plaza. El desconocido continuaba enmudecido, pero se dejaba acompañar. En la plaza buscó un banco y sin saber si estaba haciendo lo correcto lo imitó.

“Le agradezco”, le dijo al fin. Volvió a quedar largo tiempo callado.

Después, a su modo, se presentó al decir que se llamaba Franco y que había tomado decisiones equivocadas. “Entonces y ahora”., afirmó, para volver de inmediato al enmudecimiento.

Contó que no terminaba de hallarse (fueron sus palabras). “Hago esfuerzos, pero no encajo”.

Se había obligado a volver. Como le resultaba “bravo” aquello que lo llevó al regreso se demoró en concretarlo. “Demasiado”. Y ahora estaba ahí, en una ciudad cambiada, en la que no terminaba de encajar. “Quise reparar lo irreparable”. Buscó a la mujer que tanto incidió en su vida, en el pasado, pero no la encontró.

“En realidad sí la encontré, pero era otra”.

“Se termina siendo tonto, expresó, pero…”. Confiaba en vaya a saberse qué, que no se dio.

Por su parte le sugirió que si todo había sido inútil quizás no fuera conveniente insistir.

“Sí, debo salir de acá, aunque nada es fácil”.

La plaza se cubrió de una ligera bruma.

Hablaba, contaba a su modo y sin embargo continuaba sin entenderlo. ¿A qué se estaba refiriendo? ¿Qué lo retenía en la ciudad, si había fracasado?

Preguntas sin respuestas.

Se decidió: “Lo tengo que dejar”, dijo extendiéndole la mano, acto que el desconocido no pareció advertir.

“¿De dónde lo conozco?”, preguntó en cambio.

Le recordó su visita al negocio, pero fue reticente en mencionar el episodio de la pizzería, algo que el hombre no parecía recordar. O hacía que…

Quiso saber qué había hecho en el negocio. Le contó lo de la sierra, pero el extraño no pareció entender. “¿Una sierra? ¿Y para qué querría yo una sierra?”. El desconcierto continuaba acompañándolo.

Contó que desde que había regresado a la ciudad no recordaba con precisión qué había hecho. “Es como si viviera soñando y que, cada tanto, me despertara apenas para volver al sueño”.

Comprendió que se encontraba ante una persona desquiciada, alguien que a lo mejor estaba perdiendo la cordura. Pensó en que debería estar sintiendo miedo (las personas que no controlan sus emociones pueden tornarse peligrosas). Sin embargo, no se movió del lugar, el extraño no le producía temor, por el contrario, le generaba una casi olvidada piedad.

“Tengo que regresar, pero…”.

Vacilaba en todo, parecía no hallarse allí ni en ningún lado. Sintió opresión.

“Después de tanto tiempo volví para reparar lo irreparable”.

Hizo un gesto con los hombros. Se levantó y saludó como si se quitara el sombrero inexistente.

Pensó en volver a acompañarlo, pero desistió. El extraño se perdía entre las crecientes brumas de la plaza.

Al rato pareció no haber estado nunca allí.

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