Para ello hay distintas alternativas, por ejemplo, la obra completa del gran autor argentino. O, por ejemplo, y sobre esto me detengo, Los diálogos, una gran iniciativa de Osvaldo Ferrari, que se iniciara en marzo de 1984 y que se mantiene viva, intacta, hasta el día de hoy.
La idea fue la de que, en marzo del año mencionado,
Borges y el por entonces joven Ferrari conversaran una vez por semana por Radio
Municipal de la ciudad de Buenos Aires. A Borges le interesó hablar sobre
cualquier tema, no prefijado, aunque Ferrari debió hacer malabares para
proponer, sin que el autor lo advirtiera (es más que probable que se diera
cuenta, pero supongo que prefirió el juego y el aparente azar,), temas
distintos a fin de no repetirse. El centro de esas charlas se llama literatura,
un campo donde Borges resultaba (y sigue resultando) tan inaugural como
imbatible. Ferrari ya había pasado por experiencias similares con otros escritores,
aunque, claro, Borges implicaba el esfuerzo de estar a la par, algo que
-anticipo- Ferrari logró y no pocas veces con creces.
El resultado de los Diálogos fue más que meritorio.
En efecto, estas conversaciones, desarrolladas tanto en 1984 como al año
siguiente y que llegaron al número ciento treinta y ocho, fueron muy dinámicas
y, como señalé al comienzo, se mantienen plenas y vivaces a pesar del tiempo
transcurrido.
De la radio, las conversaciones “saltaban” a un diario de la época (Tiempo Argentino) y de allí fueron transformándose en libros. Hubo dos ediciones seguidas (la primera cuando Borges aún vivía), en tanto que la tercera debió demorar una década porque en el interín María Kodama discutió los derechos de autor (de Ferrari, cedidos por Borges) hasta que la Corte le dio la razón al “dialoguista” y así pudo conocerse el tercer y último tomo en la década de 1990.
Pasado considerable tiempo, cuando Los diálogos están recorriendo el mundo a través de diversas traducciones (la más reciente es japonesa) y Ferrari acusa ochenta años, dichas conversaciones “han regresado” en nuestro idioma en un solo y grueso tomo. Ellas resultan capítulos de variada temática, en los que Borges habla y su interlocutor acompaña con aportes que van llevando al gran escritor por una determinada senda que termina favoreciendo al conjunto dado que de ese modo se han evitado “desvíos” innecesarios.
Aquello que consiguió Ferrari y que hoy, en esta edición definitiva vuelve a constatarse, fue que Borges mantuviera su humor, las ganas de conversar sobre los temas que le interesaban y la alegría que, al parecer, le producían esos encuentros semanales, solo interrumpidos por los numerosos viajes que el autor de Ficciones realizó en sus últimos años de vida. Todos lo querían conocer y en los sitios más impensados recibía premios, distinciones, acompañados por ditirambos y una reiterada admiración que, según él, no terminaba de comprender.
Es probable que sí lo comprendiera porque inteligencia y
lucidez no le faltaban. Pero tenía sus razones. Hasta comienzos de la década de
1960 Borges era medianamente conocido y reconocido. Sin embargo, ocurrió que en
1961 recibió, junto con Samuel Beckett (nada menos) el prestigioso Premio
Formentor que anualmente un conjunto de editores otorgada en Mallorca, España.
A partir de ahí la figura de Borges comenzó a ser
reconocida fuera de las “fronteras” del orbe hispanoamericano, así como su
persona. Su obra, traducida, se multiplicó y no fueron pocos en el mundo que
quedaron más que impactados por la originalidad de sus cuentos, poesías y
ensayos.
En los años finales de su vida Borges se prestó a un
sinfín de entrevistas en las que no pocas veces asombraba a sus interlocutores,
o sorprendía, o se divertía con sus respuestas poco convencionales (hablar en
contra del tango y del fútbol en Argentina nunca fue lo “normal” y Borges
seguramente se solazaba al hacerlo).
De manera que las conversaciones se cumplen en ese contexto, al que hay que añadir que es un tiempo en que el autor de El informe de Brodie se “baja” del caballo de la defensa a ultranza de los militares (se había reunido con Videla y recibido una condecoración de Pinochet) y cambia de parecer sobre la democracia (“tenemos el deber de sentirnos esperanzados”, le dice a Ferrari). En ese tiempo también asistió al juicio a las juntas militares y supo algo que nadie le había contado: cómo había sido la política de terror de la dictadura argentina. La influencia de Kodama en ese sentido resultó determinante.
En estas conversaciones, Borges aparece lúcido, pleno de
ideas, y -se podría decir- muy contento. Cada tema propuesto le suscita ideas,
afirmaciones que, debido a su calidad comunicacional, parecen ser enunciadas
por primera vez.
Como muletillas, Borges se entusiasma con dos expresiones distantes en el tiempo, pero en las que advierte tantas similitudes que las termina considerando una sola y se felicitaba por “haber descubierto” que en definitiva dicen lo mismo; “El espíritu sopla donde quiere”, expresa la Biblia, “El arte sucede”, señala el pintor norteamericano James McNeill Whistler que, distanciadas por siglos o milenios, Borges termina uniendo.
Borges era una suerte de enciclopedia literaria, cuanto
había leído en su juventud y en su madurez (hasta que se quedó ciego y de ahí
en más dependió de otros para sus relecturas) y sus conocimientos, y su
envidiable memoria, se hicieron presentes en estas conversaciones que, como
dije, se mantienen vivas a pesar de las varias décadas transcurridas.
Me permito cerrar, porque coincido con ella, con la frase
final de lo que se puede leer en contratapa; “Un libro múltiple que amplifica y
actualiza la vigencia de una de las figuras más grandes de la literatura de
todos los tiempos”.
Exactamente eso.
Los diálogos, edición definitiva, de Jorge Luis Borges y Osvaldo Ferrari
Seix Barral/Planeta, Buenos Aires, 2023, 790 páginas
Fotografías: primera y última, Borges y Ferrari en la época en que se realizaron los diálogos. Segunda: Borges en la calle Maipú de Buenos Aires, donde vivía. Cruzaba la calle para visitar una librería, La ciudad, ubicada en una galería, a la que concurría casi todos los días. Tercera: Borges en el dormitorio de su madre, en el edificio de la referida arteria, que mantuvo sin tocar varios años después del fallecimiento de Leonor Acevedo. Cuarta: Borges con su amigo de toda la vida, Adolfo Bioy Casares, en un encuentro celebrado poco antes de partir a Ginebra, Suiza, donde falleció
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