"EL MUNDO DA UN SALTO FEROZ", CUENTO INÉDITO

 


Y, de pronto, se abre una ventana y cambia la marcha del mundo.

 

En realidad, la estaba cerrando cuando logró ver a la distancia el coche de los Martínez. Justo, justo, un minuto después y la vida le hubiera sonreído, pero la imagen se le ha presentado un minuto antes y es por eso que el mundo, el universo entero, termina de dar para él un salto feroz.

 

Encontrarse en el primer piso le permite disimular la situación. El hecho de estar en su habitación, el dormitorio que le asignaron los Martínez y del que, suerte para él, nunca se movió, le permite guardar valijas y bolsos, y el maletín, y cerrar los roperos con llaves (guardadas rápido en los bolsillos internos, protegidos, de su amplia campera) y tiempo también para mirarse en el espejo, alisarse el pelo, contemplarse y comprobar que, en apariencia, todo sigue en orden.

 

Por lo que, luego de cerrar la puerta del dormitorio también con llave (doble vuelta), haciendo ejercicios de respiración, aspirar por la nariz, expulsar por la boca, lento, lentamente, baja hacia la amplia sala en la que, justo en ese momento, desembarcan los Martínez, cansados, felices, multitudinarios.

 

Los saluda con alegría plena que no llega hasta sus ojos, se abraza con Mariano, le da leves besos a Cecilia, a María Delia, una palmada cómplice a Marianito, los chicos crecen, mientras les dice qué linda sorpresa, me hubieran avisado así los recibía con un asado, sin preguntar -me caigo y me levanto- a qué cornos vienen, hasta cuándo quedarán, en qué momento me mandarán a la guillotina, cuidándose, y cómo, de decirles algo así como pasen, siéntanse como en su casa, la casa es chica, el corazón es grande.

 

 

Así que, imagínate, Lucía esperándolo en Córdoba con los pasajes sacados, y con el auto flamante. Y con todo lo demás. Sin embargo, le han cambiado la música, el ritmo, el cantante y la totalidad del concierto, por lo que deberá embromarse bien embromado, e ir modificando sus planes según como vaya sonando la nueva musiquita.

 

Ya vuelvo, les dice, siempre sonriente, con una aparente calma digna de personaje de película, conde inglés que enfrenta la adversidad sin la menor mueca, viejo jugador de póquer, y retorna a su dormitorio que, por suerte, está alejado de los de los Martínez y, una vez adentro, llama con urgencia a Lucía, no preguntés, no hagas comentarios, cancelá todo, quédate quieta, ya te llamaré de nuevo, no mandes ninguna clase de mensaje.

 

Ella es una mujer despierta, se dice, entenderá.

 

Quizás.

 

 

Baja a atender a los amos, que se han hecho cargo de toda la casaquinta, la mujer en la cocina, el hombre mirando los animales, la chica criticando el cortinado, el chico quejándose porque no encuentra nada en la televisión, voces en voz muy alta y chirriantes, chistes incomprensibles, carcajadas también, una invasión bárbara imperdonable que, se da cuenta, esta vez no va a poder aguantar. Que en cualquier momento se le caerá la sonrisa implantada en su boca y que buscará la ametralladora para que se restablezca justicia.

 

Porque, de verdad, no sabe qué hacer con ellos presentes. La idea era simple: viaje a la ciudad de Córdoba, más precisamente a su aeropuerto, vuelo a Lima, combinación con otras líneas e ir perdiéndose, perdiéndose, hasta trocar su Araoz por Piedrabuena, su Luis por Alberto y Lucía olvidándose de su nombre, el simple Gómez, y volviéndose Juana María Ponce de León.

 

Con mucha plata por la venta de la casa y la hacienda y todo lo plantado y hasta donde ven nuestros ojos y alcance el trote del caballo y el aire de los valles y las comisiones que alguna vez Martínez se enteraría que cobraba sin la menor autorización.

 

Magnífico, extraordinario, el sueño del pibe vuelto realidad. Pero con los Martínez lejos, en el sur de Buenos Aires, llamadas perdidas, informes económicos fraguados, compras inexistentes, y así, que es mejor que no sepan, que vivan en su limbo.

 

Pero acá se han vuelto malón, tribu belicosa y contagiosa. O ellos o yo, se dice. Que es lo peor que se puede decir.

 

Y, sin embargo, en esa siesta inverosímil se lo dice. Casi gritando en su habitación. Murmurando en la mayoría de los casos. Pero se lo dice.

 

 

Que fue cuando llovió con fuerza sin que cayera una sola gota de agua. Un olvido, una cosita así de chica: las copias de las llaves que estaban a 141 kilómetros de allí, o a 140 con algunos metros, en la oficina de la inmobiliaria cuyo representante mañana mismo proyectaba entregar a la feliz familia Fernández, flamante propietaria de nada.

 

De nada de nada, porque todo era fraguado. Porque era el resultado de una suma de papeles falsos, mentiras grandes como es grande el cosmos, supuestos y sobreentendidos, porque es así la vida, hay quien entiende todo de entrada y hay otros que se quedarán para siempre en la puerta esperando para ingresar a lugar alguno.

 

Ahí, justo ahí, es donde deberían encontrarse Mariano Martínez, su señora esposa y su querida prole, pero no. De ninguna manera. Simbólicamente, se podría decir, el señor Martínez mantenía su gruesa mano extendida para que le entregara el cargado manojo de llaves que, ¿cómo no se daba cuenta?, no se encontraba allí porque no podía encontrarse allí.

 

Hasta un chico de cinco años lo comprendería.

 

 

Entonces el mundo da otro salto y Luis Araoz comprende que ya nunca será Alberto Piedrabuena.

 

Y que Lucía jamás se transformará en la rimbombante Juana María Ponce de León.

 

Ya vuelvo, atina a decirle al patroncito que queda solo en la gran sala, mirada sorprendida, gesto adusto.

 

Que es cuando resuena y suena y vuelve a sonar el teléfono de la casa y Aráoz no puede bajar a tiempo, no quiere que ocurra lo que ha empezado a ocurrir, es decir cuando escucha el vozarrón de Martínez preguntando ¿quiénes se fueron? ¿quién habla? ¿de qué se trata todo esto?

 

Por lo tanto, previsiblemente, Araoz siente que se le cierra la garganta, la oscuridad lo envuelve, y ocurre lo que nunca tuvo que ocurrir.

 

 

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