A Alfredo “Freddy” Heer
Mentalmente escribe a Francisco. El viaje fue incómodo,
aunque en realidad dormí la mayor parte del tiempo. Sé que soñé, mucho,
variado, pero no recuerdo nada de eso. Llegué muy cansado y el sueño parecía persistir.
Sí, me sentía entre algodones. El cambio era demasiado abrupto, la realidad
había dado un giro enorme y yo estaba en otro lado y no lograba hacer pie. Aún
no puedo hacerlo.
Supongo que tenía razón cuando me pediste que no hiciera
el viaje. Pero se trata de Ana, de Ana, remarqué. Recuerdo que estábamos en el
bar de siempre, aunque admito que me sentía extraño, como si algo fundamental
estuviera cambiando, en mí, en mi vida. Me costaba contarte lo que me terminaba
de pasar, la angustia que volví a sentir luego de tanto tiempo. Era raro,
porque la costumbre era contarte todo, no había secretos para vos.
Esa vez fue distinto. Diana, que volvía de los quintos
infiernos, de la noche de los tiempos, contándome sobre Ana. ¿Ana?, le pregunté
con incredulidad. Ana, la misma que yo creía muerta desde hacía tantos años, al
parecer estaba viva. Y en París.
Terminé contándote todo y te sorprendí cuando te dije que
iba a hacer el viaje. Yo, nada menos, el que siempre ha temido a los aviones,
el que ha rechazado los viajes largos. El que teme, y sigue temiendo, las
desilusiones de la vida.
Hice el viaje, mi amigo, con una sensación extraña,
atontado, como lo sigo estando ahora mismo, tirado en la cama de un hotelito
infame, el único que puedo pagar en una ciudad donde todo parece estar
recubierto de oro, digo, por los precios que para mí se encuentran muy arriba,
por las nubes.
Pago el oro de una infame hamburguesa, el que recubre a
un café desagradable y tibio, el que envuelve el diario que apenas si puedo
leer, el que impide que compre el librito más pequeño que había en una infame
librería en la que me atendieron mal y muy mal a causa de mi pobre francés.
Pobrísimo, en realidad.
No podés hacer ese viaje, me dijiste porque veías, con
razón, que me iba a meter en un gran lío. Es cierto, Diana siempre inventó
historias. No una mentirosa de esas que inventan porque sí, sino una mujer que
creía en ellas, porque partían de algún dato verdadero y desde allí podía
contarte una novela, en la que creía enfáticamente.
Máxime, me recordaste, si tomaba. Y ella bebía mucho.
¿Por qué no seguirá haciéndolo hoy?, fue tu pregunta.
No discutí, pero tampoco me saqué de encima la idea del
viaje. Tanto que esa misma noche compré el pasaje y, sin decirte nada, tres
días más tarde me encontraba en París.
Tenías demasiada razón, en todo. O en casi todo, porque
preguntando a algunos amigos en común algo he sabido sobre Ana. Diana me pasó
una dirección en la que (por supuesto, debería decir), no la encontré. Pero una
latinoamericana que seguía viviendo en la pensión infame donde recaló Ana (¿te
imaginás, tan luego ella, delicada, puntillosa, viviendo en un tugurio?) me dio
un dato.
Que me llevó a la otra punta de París. Por supuesto, me
perdí varias veces, el idioma no ayudaba, llegaron a mirarme con mucha
desconfianza, hasta que di con una nueva pensión, infame por supuesto (abundan,
como tanta cosa repugnante propia de una gran ciudad) en la que Ana pasó un
tiempo considerable.
He seguido sin encontrarla. París me resulta sombrío, ominoso,
hasta peligroso, y creo que voy a tener que volverme sin nada entre las manos.
Sin Ana, sin su cuerpo y su vida y todo lo que quisiera saber sobre ella.
Es una obsesión que lleva años, lo sé y bien que lo
sabés. Al creer que había muerto, me dije que no existía ya la posibilidad de
disculparme, de reparar, en pequeñísima parte, el mal causado. Pero ahora, al
saber que vivía o, mejor, al convencerme de que Diana me había dicho la verdad,
tenía que encontrarla.
Acostado en la cama del hotel donde paro, comprendí la
estupidez de mi decisión, porque no tenía el menor sentido. París era enorme y
se me volvía oscura y laberíntica y en ese momento lloré pidiéndole perdón a
Ana, a la que imaginaba protagonista de alguna vieja película italiana, con el
pelo cubierto por un pañuelo, una valijita en la mano y el hijo que nunca
conocí ni reconocí apretado contra su cuerpo, solos, desesperados de hambre y
comprensión.
Una imagen excesiva, por supuesto. Nunca te conté el peso
que significó para mí, con el paso del tiempo, la traición a Ana. Una herida
punzante. Por eso me largué a esta aventura lamentable de buscarla en Francia.
Yo, en Francia, desconociéndolo todo, sin plata, sin contactos, con un dominio
escaso, tan escaso, del idioma. Un verdadero idiota.
Tampoco sé si fue Ana la que vivió en tal o cual lugar.
Ando con una foto muy vieja de ella (la única que tengo) y si bien podría
conservar rasgos de su juventud, la gente cambia mucho al envejecer. Mucho. En
las pensiones a las que fui la reconocieron, pero a medias, si puede decirse de
ese modo, presumo que, animados por mí y para tranquilizarme, dos o tres me
dijeron eso, que había vivido allí. Unos decían que con un chico, otros ni eso
recordaban.
Por eso digo que me vuelvo al país, y que lamento mucho
lo que hice, antes. Y ahora mismo, sin dinero, agotado, más entristecido que
nunca.
Debo agregar unas líneas, piensa que le escribe a
Francisco. Esta tarde recibí una llamada. Será de Argentina, me dije, y también
pensé en vos, pero fue una confusión tonta porque la llamada era local. Una voz
masculina, joven, que me dijo “hola, soy Marcial”.
Hablaba como nosotros, aunque con fuerte acento francés.
“Me dijeron que estás
buscando a mamá”.
A mamá… ¿te das cuenta? De golpe las cosas se volvieron
distintas, como si hubieran cambiado de color, se me secó la garganta, no sé
describir ese momento. “¿Quién habla?”, pregunté con voz ridícula mientras
sentía que me faltaba el aire y me decía que debía salir de ese mal sueño.
“Ya te dije, Marcial”. No agregó más y en cambio me
indicó dónde me iba a esperar, en una bajada que lleva al Sena.
No era casualidad que alguien me llamara, porque yo había
dejado mi teléfono anotado en todos los lugares donde busqué a Ana. La intriga
era no saber si quien llamaba era su hijo (o el mío) o si me esperaba una
trampa. O una venganza, en nombre de la madre a la que había abandonado.
Me levanté y me vestí, porque comprenderás que de
cualquier modo iba a ir al encuentro con el desconocido. Me puse la campera y al
salir me encontré con una París lluviosa, brumosa. Me empecé a meter en un
cuento de Cortázar, en una película de Truffaut.
Pasé por un negocio y me compré un sombrero. Entonces sí
que me sentí actor de una película vieja, moviéndome por un París moderno y
antiguo al mismo tiempo.
Las cosas suceden. Así que estoy acá, sombrero, campera,
ha dejado de llover, pero se mantiene la humedad. Un perro insólito me ladra.
Un hombre está sentado en un costado, en una especie de vereda, cerca del agua.
No me mira. Arriba, sobre una saliente, alguien está sentado en forma
displicente, cuelga una de sus piernas.
Me veo a mí mismo, mirando de soslayo, sombrero, campera,
una figura negra que contempla la escena. Que no sabe si es Marcial el que está
sentado en la veredita, o el que se encuentra arriba. Ninguno me ha mirado.
Tampoco han intercambiado gestos o palabras entre ellos.
¿Hijo, trampa, mentira, verdad? Quedo allí, vacilante, desconociendo lo que me espera.
¿Es Ana la que me observa desde la otra orilla?
La potente
fotografía de Alfredo Heer (“Soledad en París”), que ilustra mi libro Las cosas
suceden (Editorial Palabrava, Santa Fe, Argentina) motivó la gestación del
presente cuento. De ahí la ilustración. Y la dedicatoria
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