Pocas veces se leen palabras como estas: “A ustedes,
que se han enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una
continua semimiseria o aún peor, sólo les pido que, en compensación por las
ganancias que les he proporcionado, se ocupen de los gastos de mis funerales. Los
saludo rompiendo la pluma”.
Quien escribió esas líneas fue el italiano Emilio Salgari, suicidado a los 46 años, hecho luctuoso del que se han cumplido 110 años, el pasado día 25. Salgari, el escritor que llegó al corazón de multitudes de chicos y adolescentes en el mundo entero, el que vendió millones de ejemplares nacidos de esa pluma rota, fue sin embargo un verdadero explotado, casi un esclavo de su prodigiosa imaginación.
Afirmaba que era capitán de navío y que había surcado los mares del mundo, aunque eso también formaba parte de su imaginario, títulos y experiencias inexistentes que buscaban dotarlo de un prestigio social del que siempre careció.
Extraño, porque no lo necesitaba, dado que había
escrito decenas de novelas, un incontable número de cuentos, dotados de una
potencia que animaba, y cómo, la imaginación de los niños y adolescentes residentes
en lugares próximos y lejanos, poblados o casi desiertos, desarrollados o no,
de diferentes condiciones sociales. Distintos, pero al mismo tiempo iguales
cuando se trataba de leer las historias de Sandokán, de los piratas del Caribe,
de las historias del Lejano Oeste, de las aventuras africanas, del capitán Tormenta.
Y de tantas más.
Salgari trataba de documentarse, pero también inventaba y eso le permitía hablar de imperios, de territorios mágicos, de situaciones inverosímiles contadas con tanta potencia que, simplemente, había que dejar de lado la realidad cotidiana y sumergirse en sus siempre intensas propuestas.
Por supuesto, vistas en perspectivas sus historias se
vuelven inverosímiles y más que cuestionables desde la perspectiva
contemporánea, también pueriles, pero hablo de la potencia que significaba
leerlas en la niñez y la adolescencia, de qué forma animaban nuestra
imaginación.
Eso, la lectura. En tanto, la realidad de Salgari era
muy otra: casado con la actriz Ida Peruzzi, tuvo con ella cuatro hijos. Y, casi
de inmediato, muchas deudas que se fueron acumulando e incrementaron más cuando
Ida, a la que Salgari llamada Aída, por la ópera de Verdi, registró problemas
mentales que derivaron en la locura.
El narrador, también periodista, se sumergió en
múltiples trabajos, en la redacción de sus novelas que le demandaban todo su
tiempo. Y resultó, al fin, explotado por sus editores, que se enriquecieron
mientras a él le pagaban miserias que apenas le permitían subsistir.
De esos explotadores no queda el recuerdo, en cambio de Salgari persisten sus historias ficticias, sus inventos que lo llevaron a decir, por ejemplo, que en la Antártida había osos polares. Más allá de esos errores, de sus excesos, se mantiene el recuerdo de los años infantiles y adolescentes, que -ellas y ellos- sí se enriquecieron, y enriquecen, con sus creaciones.
Sus editores no pagaron el entierro.
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