"AÑOS DE HOTELES", DE JOSEPH ROTH


Años de hoteles. Postales de la Europa de entreguerras (The Hotel Years), de Philip Roth
Acantilado, 2020, 311 páginas
Miguel Sáenz Sagaseta de Ilúrdoz
En España: 20 euros. En Argentina aún no se ha distribuido. Se lo consigue en librerías on line, a distintos precios




El deslumbrante Joseph Roth, muerto en Francia, enfermo, pobre, corroído por el alcohol y temiendo la persecución nazi, “regresa” con estas crónicas de entreguerras, sencillamente insuperables

Los años de entreguerras en Europa (1818-1939) resultaron tan fecundos como contradictorios, terriblemente convulsivos, y con los consabidos resultados funestos que derivarían en la Segunda Guerra Mundial.

Si el mundo se modificó después de los cuatro años de la terrible Primera Guerra Mundial, la llamada Gran Guerra, lo que vino después de 1945 terminó de barrer cuanto quedaba en pie del pasado conservador de Europa, con sus reyes y emperadores dueños de poder absoluto, la vida burguesa y las estructuras patriarcales de la familia tradicional.

Años caracterizados por una alta creatividad, constante conmoción social, revoluciones (especialmente la rusa) y el nacimiento y expansión de quienes provocarían los peores crímenes de la historia: los nazis y sus múltiples aliados fascistas, mientras que persistían, y cómo, las brutales desigualdades sociales.

Al hablar de alta creatividad me refiero al incesante “hacer” de los artistas, en disímiles rubros, tales como el cine que se volvía potente e imán para atraer multitudes en todas las sociedades del mundo, a las artes plásticas, a la música, al espectáculo en general. Y, claro está, a la literatura.

Los libros que nacieron entonces de autoras y autores jóvenes de la época modificaron la manera de escribir y de leer, generaron adhesiones y controversias, resultaron fértiles de una manera inusitada en esos Años Locos que tuvieron como epicentros a París y Berlín. Entre esos escritores jóvenes se encontraba un tal Joseph Roth.

Nació en Brody (Ucrania), de familia judía. Por ese entonces la ciudad fundada en el año 1008 pertenecía al imperio austrohúngaro, en la Galitzia, un amplio territorio en el que vivían pueblos de muy disímiles orígenes y culturas, todo gobernado por el emperador Francisco José, de extenso reinado (68 años) y de fuerte influencia popular, lo que permitió que checos, húngaros, eslovenos, rutenos, judíos, entre tantos, pudieran coexistir de una manera tolerante y tolerable. El asesinato del heredero del trono en Sarajevo, que diera lugar al comienzo de la Gran Guerra, terminó con esa compleja realidad que estalló por los aires.

Roth, que contó su vida con múltiples licencias (entre ellas que había sido fusilero en la Primera Guerra Mundial cuando en realidad todo indica que fue oficinista), se trasladó primero a Viena y luego a la intensa Berlín, donde trabajó para el prestigioso Frankfurter Zeitung, del que fue corresponsal viajero entre 1923 y 1932.

Este libro recoge gran parte de esas crónicas que traen hasta nuestros días hechos, historias, costumbres, hoy desaparecidos. Y la propia atmósfera de entreguerras, la misma que destilan las historias de su íntimo amigo Stefan Zweig y que también podemos encontrar en los magníficos relatos de los “redescubiertos” Sándor Márai e Irène Némirovsky.

Berlín, años 1920
Un escritor exquisito. La bella edición de Acantilado potencia, si puede decirse, a estas crónicas redescubiertas, que vuelven a demostrar las extraordinarias condiciones de periodista y narrador de Roth, quien fuera un novelista potente, un autor excepcional.

Las crónicas a las que aludo son variadas, muy ricas en detalles, matizadas por el humor y la ironía del autor de La marcha de Radetzky, su compleja observación de la realidad que lo circundaba. En esos años inestables, Roth recorrió la naciente Unión Soviética (que lo decepcionó casi de inmediato), Albania, pueblos de la Alemania herida por la guerra reciente (y con la inquietante presencia de un nazismo en ascenso), Austria, Polonia y tantos más. Se detuvo en lo que fue su vida en hoteles, en los viajes que hacía en trenes, antiguos en su gran mayoría, nuevos los muy pocos, en la idiosincrasia de los pueblos que visitaba, en las costumbres arcaicas y en los cambios que traía aparejada la modernidad.

Irónico, como dije, cuando no cáustico, risueño en determinados momentos, dramático en otros, supo sorprender a sus lectores de entonces con observaciones originales y complejas, aunque se tratara de crónicas destinadas al periódico, vale decir perecederas casi por definición.

En sus notas, Joseph se interesa tanto por una criada de hotel como por la forma como viven los rusos rodeados de pozos petrolíferos o, en la ciudad de Astracán, sumidos en la tierra, las arcaicas costumbres, con moscas y "aplastados" por el insoportablemente oloroso caviar. 

Llega a la comicidad cuando se confiesa pasajero de tren obligado a ayudar a una hermosa dama portadora de gran equipaje, o trágico al visitar una Sarajevo devastada después de la guerra. Roth supo tañer todas las cuerdas que quiso, en múltiples registros. Logró hacer sonreír o reír, sorprender con una alusión cargada de sentido, sutil siempre. Sagaz en todo momento.

La alta inteligencia, la originalidad para contar, aun lo trivial, todo convergía para que sus crónicas resultaran excepcionales. Como ocurre con Zwieg, con Márai, con Nèmirovsky, los textos de Roth siguen mostrándose sólidos y distintos, atractivos en su enorme mayoría, como si hubieran sido escritos ayer mismo y no hace casi cien años.

Sensible, creativo, se podría decir que a él -pese a su escepticismo, a sus terribles problemas personales y económicos, a la caída en el alcoholismo que terminaría provocando su muerte- nada humano le resultó ajeno. Extrañó siempre el mundo que se había perdido y al mismo tiempo, procuró comprender al que estaba adviniendo. Supo contarnos eso, los hechos históricos y su impacto en los seres humanos. Nos habló de la condición humana (es decir, con sus luces y sus sombras) como pocos. Como muy pocos. Muchas de sus crónicas aún deslumbran.

Edición en inglés
Un fragmento

“En el pequeño hotel del Quartier Latin de París en el que me alojaba, vivía uno de los célebres ‘príncipes´ rusos, con su padre, su mujer, sus hijos y una bonne. El viejo príncipe seguía siendo una pieza auténtica. Se calentaba la sopa en un hornillo de alcohol, y aunque yo sabía que era antisemita y había sido un célebre terrateniente de los que explotaban a los campesinos, me resultaba conmovedor verlo arrastrarse temblando en las húmedas noches de otoño: ya no era un ser humano, sino un símbolo, una hoja desgajada del árbol de la vida. En cambio, su hijo, educado en aquel país extranjero, mantenido por nobles más ricos y elegantemente vestido con trajes confeccionados en las sastrerías parisinas, ¡qué distinto era! En la oficina de telégrafos pedía conferencias con antiguos guardias personales, enviaba a falsos y auténticos Romanov felicitaciones de cumpleaños, y dejaba en los casilleros de los hoteles cursis tarjetitas rosas para una que otra dama que se alojara en ellos. Iba a los congresos zaristas en automóvil y vivía en Francia como un diosecillo emigrado. Adivinos, popes, echadores de cartas y teósofos iban a verlo, todos los que conocían el futuro de Rusia y anticipaban el regreso de Catalina la Grande y de la troika, de las cacerías de osos y la kátorga, de los Rasputines y las servidumbres.
“Todos se extraviaron. Perdieron su rusidad y su nobleza. Y como eso es lo que fueron, nobles rusos, lo perdieron todo. Su propia tragedia se convirtió en una farsa, el gran drama se quedó sin héroes. La historia siguió implacable su largo camino. Se nos cansaron los ojos de contemplar la miseria que tanto nos había deleitado. Parados frente a los últimos de esos emigrados, que no comprendían su propia catástrofe, sabíamos más de ellos que lo que podían contarnos, y cuando el tiempo nos tomó del brazo, crueles, y sin embargo, tristes, nos alejamos, dejando atrás a estas almas extraviadas”.                                                                                    Frankfurter Zeitung, 14 de septiembre de 1926
(pp. 125 y 126 de Años de hoteles)

Datos para una biografía

Joseph Roth (Brody, 1894 – París, 1939). La amarga experiencia del derrumbamiento del mundo de los Habsburgo y sus consecuencias psicológicas, así como la obligada marcha de los judíos de Europa central hacia Occidente, fueron desde el inicio los temas centrales en su obra. En 1933 emigró a Francia, donde murió. Desde entonces es considerado, con creciente unanimidad, como uno de los mayores talentos de nuestro tiempo. Autor de más de veinte títulos, realistas e influenciados por el expresionismo alemán, de ellos se destacan La leyenda del santo bebedor, La marcha de Radetzky, La Cripta de los Capuchinos, Hotel Savoy, La rebelión, Confesión de un asesino y Job. Su vida resultó progresivamente difícil, dado que su esposa, Friederiche Reichler, padeció esquizofrenia y debió internarla a los pocos años de casados. Luego de instalarse en Berlín, debió exiliarse a Viena a poco que Hitler asumiera el poder en Alemania. Pero a la muerte del canciller austríaco debió trasladarse a Francia. Mal vivió en hoteles, con múltiples problemas financieros y de salud. La amistad inquebrantable de Stefan Zweig le permitió proseguir con su obra y superar apuros económicos. Sin embargo, luego de sufrir un infarto, el alcohol le produjo la muerte prematura. Diecisiete de sus historias fueron llevadas al cine y a la televisión, destacándose la versión de La leyenda del santo bebedor que en 1988 dirigió Ermano Olmi, con Rutger Hauer (fallecido el año pasado) como protagonista.

Video

Audiolibro de La leyenda del santo bebedor. Subido a YouTube por MaxBooks y “estrenado” el 11.4.2020. Duración: 1 hora, 6 minutos, 24 segundos. 



Comentarios

  1. muy buena reseña! lo tengo pendiente, saludos desde Uruguay

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    1. Muchas gracias, pero demos a Roth todos los méritos. Por suerte, muchos coinciden con mi perspectiva. Félix de Azúa ha dicho sobre este libro "El valor documental de Roth es enorme, pero el valor literario lo supera". Saludos desde Argentina

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