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El cartero llama dos veces, dirigida por Tay Garnett, con Lana Turner, John Garfield y Cecil Kellaway (1946) |
Como en un juego, de esos que se ven en la pantalla,
mejor, se veían, una pelotita de tenis que iba y volvía, que golpeaba en las
paredes y retornaba al centro, una sucesión de movimientos rápidos y casi
interminables, tales, las miradas.
No bien ingresó al negocio, él, que miró al frente y
ella, que desvió la dirección de su mirada, aunque llegó a registrarlo
fugazmente. Y el otro, el que comenzó a crecer tras el mostrador, fija su vista
en el recién llegado que, como el animalito ante la víbora, así cuentan, quedó
paralizado, no supo bien qué decir ni qué hacer. Tanto que en la confusión
compró sal en vez de azúcar, fideos en lugar de arroz.
Salió, incómodo, juzgado, mejor (al menos en ese
momento) prejuzgado, por las miradas del hombre hinchado del mostrador y la de
la mujer, aunque no podía afirmar que ella se hubiera fijado en él, en su mala
figura, en todo lo que le faltaba. Era una situación infame, carecía de plata.
Y, aún peor, carecía de futuro.
Terminaba de llegar al pueblo, una confusión, error
sobre error, el lugar provisorio que le había permitido ocupar Luzuriaga. Por
unos días, unos días que se quemaban como fósforo. Había una canción vieja que
hablaba de eso, de la luz del fósforo que no dura ni un segundo.
Imaginarse, los días así, uno tras otro. Probó en el
corralón cercano, en la construcción de la otra cuadra, en la panadería de ahí
mismo, a la vuelta. En todas partes lo que había era el sobrante de personal.
Donde trabajaban dos, bien podían seguir con uno, en ese momento de escasez en
el que el trabajo retrocedía. Aparte de que necesitaba algo más que migajas.
Algo más sólido.
Se quedó de golpe sin comida. De golpe, sin comida. Mi
madre, pensó o lo dijo en voz alta en la casita mínima que –Luzuriaga se lo
terminaba de comunicar- debería dejar setenta y dos horas más tarde. Es el
final, se dijo. Hambre, se dijo después de haber tratado de apagar esa nueva
sed con agua, que no la apaga.
Revisó hasta lo último, hasta el último bolsillo que
encontró en su escasa ropa, pero el dinero también estaba ausente. Las pelusas,
los papelitos inservibles, su documento de identidad extraordinariamente
deteriorado, le dieron la pauta de lo que era. La miseria que lo aguardaba, se
hacía sentir, rascaba las paredes diciéndole estoy acá.
Eso era el futuro. El presente resultaba más próximo,
más desdichado, tenía que ver con el roedor que se terminaba de instalar en su
estómago, con los escalofríos, con el temblor que no lograba dominar.
Recordó al hombre inmenso y a la mujer de las miradas
huidizas que no había vislumbrado su juventud, el cuerpo amplio y bien puesto
que escondía su percudida vestimenta.
Fue al almacén, el hambre era una dureza que le
apretaba el estómago. El hombre grande y enorme y ballena que se extendía ante
el mostrador lo miró. Él, pese a los temores que le despertaba se acercó, le
pidió pan, trabajo, ayuda. Sé hacerlo, le dijo, lo aseguró. La mujer, joven,
bella, en un rincón, en el rincón donde el hombre del mostrador –que la
duplicaba en edad- no podía ver, se plantó de frente ante el joven recién
llegado. Lo miró con fiereza, con expectación, con todo su cuerpo.
El hombre joven la vio. La vio por primera vez, se
podría decir. Y supo.
En ese momento el cartero volvió a llamar, como
siempre llama, una vez, dos veces. Insistentemente. Y, como siempre, alguien termina
atendiendo.
Este cuento alude a The Postman Always Rings Twice (El cartero siempre llama dos veces, novela de James M. Cain, 1934). Agregado del 1 de julio de 2018: en la fecha Cain hubiera cumplido 126 años.
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