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Composición: Gerardo Morán |
“Cáscara de
nuez” (“Nutshell”), de Ian McEwan.
Anagrama,
Barcelona-Buenos Aires, 2017, 217 páginas.
Traducción de
Jaime Zulaika.
En España:
18,90 euros. En
Argentina: 265 pesos.
“Oh Dios –se lee en ‘Hamlet’- podría estar
encerrado en la cáscara de una nuez y sentirme rey del infinito espacio… de no
ser porque tengo malos sueños”. Con ese epígrafe “se abre” la última novela del
británico Ian McEwan, quien a partir de dicha cáscara de nuez, y de la historia del heredero enloquecido que
escucha y conoce lo que no debe saber, escribe, más bien reescribe, su propia
versión de la tragedia del Príncipe de Dinamarca. La curiosidad, la audacia, el
juego literario que propone, es que la historia la narre un nonato, un feto
próximo a nacer (“así que aquí estoy, cabeza abajo dentro de una mujer”), que
por milagro de la naturaleza comprende cuanto ocurre. Y lo que ocurre de manera
central es que madre y amante conspiran, en un Londres contemporáneo, próximo
al Brexit, temeroso del atentado terrorista, sumergido en el hipercapitalismo
de nuestros días, para matar al padre y heredar el Reino…
Un Reino, eso sí, inserto en la trivialidad
del mundo líquido de Bauman y que se desarrolla en los no lugares de Augé, vale
decir un mundo descentrado, escéptico, que se ha “bajado” de cualquier
concepción ética, al que sólo le interesa el placer inmediato y apoderarse del
dinero ajeno, cuanto más mejor, aunque en este caso el rey, también devaluado,
sea apenas un editor de poesía que quiere reconquistar a su mujer embarazada y
el “reino” una casona que tiene el delirante precio de siete millones de libras
en un Londres de precios alocados, tanto que casi resultan increíbles.
Gertrudis ha devenido en Trudy y Claudio es
Claude, un primitivo, erótico e indiferente agente inmobiliario, hermano del
“rey”, que no vacila en cometer fraticidio para heredar y vender y cuyas miras
no van más allá de satisfacer sus deseos de macho en forma inmediata y sin
tomar en demasiada consideración el hecho de que Trudy se encuentra muy próxima
al parto.
Tampoco Gertrudis-Trudy es presentada como un
personaje delicado. Por el contrario, bebe, fornica a pesar de su estado,
planifica la muerte de su esposo y al parecer, es lo que teme el feto, no tiene
como proyecto hacerse cargo del niño cuando nazca. Quizás lo entregue a
alguien, quizás termine matándolo, ¿por qué no?
Ya se habló de la vulgaridad de Claudio-Claude.
Quien más “se salva”, si así puede decirse es el rey-poeta, un hombre que no es
bueno en lo suyo pero que quiere ayudar a otros poetas en un mundo de tanta
indiferencia, de tanta crueldad cotidiana.
La novela fue escrita desde la doble
perspectiva de la rabia y la impotencia que al autor le produce cuanto ocurre:
“La sensación generalizada es de impotencia porque no podemos influir en los
acontecimientos que observamos”. Es lo que le pasa al feto-narrador, que ve los
avances de los asesinos in potentia
ante los cuales nada puede hacer. Al menos, en teoría.
La
comedia, la ironía.
Por supuesto, lo que narra McEwan es un drama, pero rebajando sus intenciones,
o más bien ubicándose desde una diversa perspectiva, en vez de acentuar los
tonos oscuros de la historia opta por el tono si no totalmente cómico al menos
sí irónico. Se niega, en cambio, a suavizar los perfiles sombríos de los
asesinos y así Trudy es mostrada como una joven (de 28 años) apática, frívola,
adicta al alcohol (que tanto perturba al feto) predispuesta al sexo y también
predispuesta al crimen: “Lo quiero muerto. Y tiene que ser mañana”.
De Claude, hombre práctico de negocios, no se
puede extraer nada bueno. El feto ama a su madre pero siente un rechazo frontal
por su tío, nada menos que el amante de su progenitora a quien más detesta
cuando penetra en ella y parece siempre a punto de rozarlo: “Cierro los ojos,
aprieto las encías, me agarro a las paredes uterinas. Estas turbulencias
arrancarían las alas de un Boeing”.
En cuanto a por qué el nonato “sabe”, el
narrador nos aclara que eso se debe a que absorbe todo el tiempo las
noticias que la madre escucha por la BBC radial y por lo que lee en voz alta de
los diarios. Es, pues, un ser informado, así como al escuchar las
conversaciones francas, promiscuas y potencialmente criminales de madre y
amante, comprende que preparan el asesinato del padre, a quien también ama, a
pesar de tener un comportamiento distante y en verdad no preocuparse por el
niño que está por nacer.
“El aire está muy cargado en el Reino Unido y
da mal olor”, dice hoy el casi septuagenario McEwan. ¿Habrá que tomar entonces
esta historia que nos narra, cargada de un horror moderado por la ironía, como
alegoría de un instante histórico en el que parece que la vida es, en efecto,
el sonido y la furia producido por un idiota?
Este libro ambiguo, simbólico, escrito con
verdadera maestría (y que tiene un gran final, imposible de explicitar acá) suscita
esa clase de preguntas y estará en cada lector encontrar su respuesta.
El
epígrafe elegido por McEwan, tomado del Hamlet, dice en su idioma original: “O
God, I could be bounded in a nutshell (o nut shell) and count myself a king of
infinite space, were it not that have bad dreams”.
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Edición inglesa de "Cáscara de nuez" ("Nutshell") |
“-Bueno –dice mi
padre, y lo que dice significa más de lo que cree-. Me voy.
Claude y Trudy se
levantan. Es la temeraria emoción del arte del envenenador. La sustancia
ingerida, el acto aún incompleto. En tres kilómetros a la redonda desde aquí
hay muchos hospitales, muchas bombas para hacer lavados de estómago. Pero la
línea de la criminalidad ha sido traspasada. El acto no tiene enmienda. Lo
único que pueden hacer es apartarse y aguardar la antítesis, a que el
anticongelante le deje frío.
Claude dice:
-¿Este sombrero es
tuyo?
-¡Oh, sí!, me lo
llevo.
¿Es la última vez
que oigo la voz de mi padre?
Nos dirigimos hacia
la escalera, luego la subimos, con el poeta a la cabeza. Tengo los pulmones pero
no aire para gritar una advertencia o llorar de vergüenza por mi impotencia.
Soy todavía una criatura del mar, no un ser humano como los demás. Ahora
estamos cruzando el caos del recibidor. Se abre la puerta de entrada. Mi padre
se vuelve para darle a mi madre un beso en la mejilla y asestar a su hermano un
puñetazo afectuoso en el hombro. Quizás por primera vez en su vida.
Cuando sale grita
por encima del hombro:
-Esperemos que el
maldito coche arranque.”
Datos para una biografía
Ian (Russell) McEwan (Aldershot,
Reino Unido, 1948) se licenció en literatura inglesa en la Universidad de
Sussex y es uno de los miembros más destacados de su muy brillante generación.
En nuestro idioma se han publicado sus dos libros de relatos, Primer amor, últimos ritos (Premio
Somerset Maugham) y Entre las
sábanas, así como las novelas El placer del viajero, Niños en el tiempo (Premio
Whitbread y Premio Fémina), El
inocente, Los perros negros, En las nubes, Amor perdurable,
Amsterdam (Premio Booker), Expiación (que obtuvo, entre otros premios, el WH
Smith Literary Award, el People’s Booker y el Commonwealth Eurasia), Sábado (Premio James Tait
Black), Chesil Beach (National
Book Award), Solar (Premio
Wodehouse), Operación Dulce, La ley del menor y Cáscara de
nuez. McEwan fue también galardonado con el Premio
Shakespeare. Varias de sus novelas fueron llevadas al cine y a la televisión,
entre ellas Expiación, El placer del viajero, El inocente y Amor verdadero, mientras se encuentran
en proceso de producción las versiones de Chesil
Beach y La ley del menor.
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