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Tommy
Wieringa es uno de los autores más populares de Holanda. Vivió varios años en
Aruba, por lo que conoce considerablemente la idiosincrasia de los caribeños en
particular y de los latinoamericanos, en general. Su escritor preferido es
Gabriel García Márquez y ha expresado su interés por el realismo mágico.
Sin embargo,
el segundo libro que de él se conoce en castellano transcurre
por otros andariveles, tanto que si fuera por el presente texto no habría
manera de relacionarlo, en cuanto a temas y estilo, con el narrador colombiano,
su escritura y sus búsquedas expresivas.
En realidad,
la novela aquí comentada referida a unos refugiados que –vueltos una especie de
esqueletos vivientes- deambulan por una estepa interminable en la frontera entre
Europa y Asia, partió de algunos datos de la realidad.
En efecto, un tiempo
atrás –antes de que se produjera el éxodo masivo de asiáticos y africanos que
tratan en la actualidad de hacer pie en las naciones europeas- un grupo de
refugiados fue desembarcado en una zona de Ucrania por traficantes que
“inventaron” una frontera ficticia para confundirlos y hacer que marcharan sin
solución de continuidad por un mismo territorio, absolutamente perdidos y sin
destino ninguno.
Si bien esa
acción de extrema crueldad queda reflejada en esta novela, ella apunta
hacia una cuestión más compleja y sutil: la redención, para lo cual el autor toma
como personaje central no a los refugiados –sobre cuyas zozobras y locuras también relata, con muchos aciertos- sino a un comisario de frontera, Pontuj Bej, quien,
afectado por enfermedades que anticipan su vejez, vive una verdadera crisis de
identidad.
De manera que
durante un considerable tramo de la novela aparece escindida en dos
partes muy diferenciadas: una de ellas habla de la vida común de Pontuj como oficial en un puesto
de frontera, en la que se evidencia su soledad raigal, su vida sin excesivos
sobresaltos, la ausencia de sentido en esa existencia hasta que, de pronto, por
motivos aleatorios nacidos de los recuerdos de su niñez y de una canción que cantaba
su madre (para él incomprensible) y tras la muerte de un rabino, descubre por
azar sus vínculos con el judaísmo.
En paralelo,
se desarrolla la segunda historia, referida a los desamparados que circulan
interminablemente en medio de la estepa. Perdidos, hambreados, enfermos, con
historias personales nunca aclaradas del todo. Un niño, una mujer obligada noche a noche a
mantener relaciones con los hombres que integran el grupo de desesperados y
esos mismos hombres, procedentes de regiones y vidas previas muy diversas.
Todos marchan juntos, salvo un negro que habla un idioma para ellos
incomprensible y al que, sólo por su piel y porque reza como cristiano,
desconfían y temen y por lo tanto ralean del grupo que ellos mismos componen.
La miseria degrada. Los caminantes, muertos de frío y
de hambre, van degradándose momento a momento, mientras esperan encontrar un
signo de vida que se demora en emerger en medio de ese desierto sinfín que
atraviesan como si expiaran una culpa, mientras buscan al responsable de sus
males.
Los hay,
objetivos: los traficantes de refugiados que cobran cifras exorbitantes para
trasladarlos de la peor manera y arrojarlos a su (mala) suerte sin el menor
escrúpulo. Y la propia culpa de los inmigrantes, que pagan por sueños
imposibles con una reiterada ingenuidad que despierta el asombro.
Es cierto que
muchas veces no tienen más alternativa que la huida, pero por la necesidad de
salir de ambientes hostiles, de situaciones de hambruna, persecución o guerra,
“compran” –en todos los casos a alto precio, humano, dinerario- los sueños que
“venden” los traficantes.
Pero a estos
refugiados, las responsabilidades ajenas o propias no los conmueven, por lo que
buscan en otro esa suerte de maleficio que los ha alcanzado Y, claro está (algo
más que previsible), la culpabilidad recae en el diferente, es decir en el
negro africano que por distinto debe cargar con toda la responsabilidad. Luego, de otra manera y después de una extrema decisión, lo verán como una suerte de guía que los conducirá a la salvación.
De esa forma, es decir con una carga adicional que no es el caso explicitar acá, los
refugiados llegan a la ciudad donde Pontus debe atender y resolver su
situación. Pero ellos se niegan a hablar, a aclarar cómo han actuado, también
de donde proceden y cuántos han quedado en el camino.
Mientras
dilucida todo ese enredo, debe atender a la cuestión de la judeidad, que lo
toma de lleno y lo conduce a mantener un diálogo sobre religión, creencias e
identidad con ese segundo rabino, Zalman Eder, un anciano que, al parecer, es
el último judío vivo que reside en la comarca y que mantiene sus tradiciones y
hasta una sinagoga a la que nadie concurre. Cuando muera, todo eso se perderá
de manera irremediable.
Sin embargo, Wieringa
se reserva un as en la manga: Pontus encontrará el modo de saldar sus cuentas
y cuitas personales, y lo hará de manera indirecta a través del niño que será
todo un rebelde y con el que tendrá extremas dificultades para conectarse y
proponerle una salida. Salida que también será la respuesta que encuentra el
autor, simbólica y prácticamente, a los enigmas que plantea Los nombres, una
compleja alegoría sobre nuestro presente.
Los nombres (”Dit Zijn de namen), de Tommy Wieringa.
Edhasa, Buenos Aires, 2016, 316 páginas.
Traducción de Micaela van Muylem.
Un extracto
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Tapa de la edición holandesa |
De un reportaje al
autor, tomado de De Morgen (Asse, Kobbegem, Bélgica):
“Wieringa no es
religioso, pero está familiarizado con el deseo de un pasado (compartido).
Luego de la partida de sus parientes a Estados Unidos, su rama es todo lo que
queda del árbol familiar en Holanda: ‘No tenemos pasado, porque mi familia no
cuenta historias. A menos que lo escriba, no existirá. Algunas personas no se
preocupan por el pasado. Sin embargo, la idea de que el pasado no pueda
recuperarse, no sobreviva, me llena de horror’. (…) El pasado y los recuerdos
proporcionan una base sólida, como lo hace la confrontación con uno mismo.
Wieringa se da cuenta ahora: ‘Por ejemplo, hoy ayudé a alguien a abrir una
puerta en el tren. Deposité mi basura. Alimenté y llevé a mis hijos a la
guardería. En una palabra: soy un buen ciudadano. Pero si mantengo mis
recuerdos, sé que soy tan despreciable como cualquier otra persona. Sé de lo
que soy capaz. Y no siempre es lindo. En Los
nombres lo pongo de esta manera: Una
vez en su vida un hombre llorará porque llega a comprenderse perfectamente. Y,
una vez en su vida, llorará porque sabe que no puede salvarse. Ésta es la
esencia de mi libro”.
Traducción de Mónica Herrero.
Datos para una biografía
Tommy
Wieringa
nació en el pueblo holandés de Goor, en 1967. Estudió historia y periodismo en
las universidades de Groningen y de Utrecht. Vivió varios años en el Caribe. Publicó
más de quince títulos desde la aparición de su primera novela en 1995. Su
repertorio incluye novelas, crónicas, cuentos, literatura de viajes, ensayos,
reseñas periodísticas, crítica cultural y del arte. Su visibilidad en los
Países Bajos y el mundo aumentó drásticamente en 2005 con la publicación de su
cuarta novela, Joe Speedboat, ampliamente galardonada, de la cual
se vendieron más de trescientos mil ejemplares. Sus obras siguientes continuaron
ganando premios nacionales y cultivando críticas positivas. Fueron traducidas a
muchas lenguas, incluyendo el coreano, el hebreo, el hindi, el alemán, el
francés y el inglés. En el ámbito hispano, la editorial Destino publicó Andanzas
de Joe Speedboat contadas por el luchador de un solo brazo, en 2008. Tiene
una sólida carrera periodística, escribiendo artículos y columnas para diversos
medios holandeses, actividad que aún práctica.
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