“El ruido del
tiempo” (“The Noise of Time”), de Julian Barnes.
Anagrama,
Barcelona-Buenos Aires, 2016, 199 páginas.
Traducción de
Jaime Zulaika.
En España:
16,90 euros. En Argentina: 275 pesos.
“El arte es
el susurro de la historia que se oye por encima del ruido del tiempo”.
Noche a
noche, un hombre sale de su departamento donde han quedado durmiendo su mujer y
su pequeña hija. Lleva consigo una pequeña valija en la que ha guardado
una muda de ropa, el cepillo de dientes, el dentífrico y varios paquetes de
cigarrillos.
Vive en un
edificio, en el tercer o cuarto piso, y en realidad no va a ninguna parte sino
que queda esperando, una, dos, tres horas. Espera que llegue alguien para
llevárselo detenido a un lugar incierto, del que posiblemente no regrese nunca.
Fuma de
manera incansable y no hace nada más. Cuando el ascensor del edificio se pone
en marcha él se paraliza. A veces la máquina pasa de lado y sigue su marcha
hacia pisos superiores. Cuando ocasionalmente se detiene en el lugar donde se
encuentra, el miedo se apodera del hombre de la valija, pero quien desciende
del ascensor es un vecino, que se limita a mirarlo, quizás a saludarlo con vago
gesto. Nada pregunta. Los dos viven el terror.
Después,
cuando se aproxima la madrugada, el hombre de la valija regresa a su
departamento y su acuesta vestido al lado de su mujer que simula dormir, pero
no lo hace, como no lo ha podido hacer casi nunca en esas noches interminables.
Estamos en
Moscú, en 1936 o 1937, cuando José Stalin ha consolidado su reino del terror.
Se vive en el país de los murmullos, donde nadie confía en nadie, en el que la
gente desaparece sin dejar rastros. Y, muy presumiblemente, detrás de él
también lo hagan familiares, parientes cercanos y lejanos, amigos. Y nadie
preguntará nada, porque a nadie se puede preguntar.
El hombre de
la valija es el afamado músico soviético Dmitri Shostakóvich, quien por ese
tiempo ha caído en desgracia luego de que el mismísimo Stalin concurriera a
escuchar la versión de su ópera “Lady Macbeth del distrito de Msenk” y le
resultara intolerable. Tanto que se retiró, acompañado por sus corifeos de la
Nomenclatura, antes de que la ópera concluyera. Dos días después, el diario
oficial Pravda publica un editorial, quizás escrito por el propio Stalin o
en todo caso ordenado por él, en el que condena la “bulla” de la obra, creación
de un artista decadente, burgués sin atenuantes.
Pese a sus
temores, y aunque estuvo a punto de ser vinculado con un supuesto complot para
asesinar a Stalin, Shostakóvich nunca fue arrestado y de a poco recuperó
posiciones de privilegio en el siempre aterrador mundo del autoritarismo
soviético. Sobrevivió, pero a cambio de humillaciones y de la propia
destrucción de su dignidad humana.
Con una prosa
cuidada, cuando no lírica, el británico Julian Barnes nos cuenta, dividiéndola
en cuatro partes, la vida y las peripecias del gran músico en su última novela,
considerada como excelente por cierto sector de la crítica, pero en cambio excesivamente parcial
por quienes han conocido otras versiones sobre lo que ocurrió con Shostakóvich,
quien hizo del silencio su manera de mantenerse vivo en un clima opresivo, en
el que la sospecha y el espiar-al-otro eran moneda cotidiana.
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Hannah Arendt |
“El terror es la esencia”. Hannah Arendt dejó expresado que “El terror es la esencia de la
dominación totalitaria”. Es lo que sintió Shostakóvich y, según refiere Barnes,
a él se sometió luego de esa humillación inferida por Stalin al desacreditarlo
en público y abriendo una suerte de galería para que se sumaran múltiples voces
a la denigración y el escarnio que se abatieron de inmediato sobre el músico
soviético.
Le volvió a
ocurrir en 1948, cuando un comité anatematizó su música pasada y presente, pero
sin embargo al año siguiente Stalin mismo lo puso de nuevo en circulación y lo
envió a Estados Unidos, en una misión de buena voluntad con la que se intentó,
sin lograrlo, ganarse la simpatía del pueblo norteamericano.
De ahí en más
volvieron los reconocimientos y las distinciones aunque, siempre según Barnes,
el músico nunca dejó de sentirse indigno. “Me siento un gusano”, le llegó a
decir a Nikita Jruschov, famoso primer ministro de la nación soviética, quien
inició un proceso de destalinización que en definitiva, y aún hoy, nunca quedó
concluido.
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Dmitri Shostakóvich |
Notas oscuras.
Shostakóvich no demostró, en vida y de manera pública, la menor oposición al
régimen. Por el contrario, fue aceptando tanto las reconvenciones como los
premios y las designaciones que fueron más allá de lo honorífico, como cuando
terminó afiliándose tardíamente afiliarse al Partido Comunista al tiempo de
aceptar la presidencia de la Unión de Compositores de la Federación Rusa.
No discutió
las críticas que le dirigían y hasta aceptó recibir mansamente a un dirigente
que lo fue llevando, con comentarios y lecturas, por el camino “correcto” del
buen comunista. Aunque hacía pocos meses que hasta su música estaba prohibida
en todo su país y su figura era criticada, aceptó ser uno de los principales
responsables de la embajada de buena voluntad que visitó Estados Unidos para
defender allí las “maravillas” del estado soviético. Oportunidad en la que
intentó entrevistar al exiliado Ígor Stravinski, a lo que éste
comprensiblemente se negó.
Shostakóvich
quizás se sintiera de por vida como “el hombre de la valija”, pero no trepidó
en seguir componiendo música (de gran calidad la mayor parte de las veces, pero
también la que le era encargada por la autoridad) y no vaciló en firmar
documentos condenatorios de Aleksandr Solzhenitsyn y Andrei Sájarov cuando el
Poder se lo indicó.
Aparte de que en un
país de privaciones, siempre vivió bien. Tuvo automóviles con chofer,
departamentos confortables, dachas de descanso y un buen pasar económico.
Además, como se dijo, el régimen lo abrumó con distinciones hasta su muerte en
1975, a los 69 años, víctima de un cáncer de pulmón previsible en un fumador
empedernido como lo fue toda su vida.
El valor de
la novela. Esto en cuanto a lo que se deduce de la existencia de este gran
músico. Es también el déficit que se advierte en el anecdotario que recoge
Barnes, a quien le ha interesado precisar que se trata de una novela, es decir
de una ficción plagada de invenciones y subjetividades a partir de hechos
reales.
Creo que los
límites que pueden encontrársele devienen de la visión sesgada de una vida
oscura que terminó siendo servil y complaciente a pesar de que otros, pese a
todo, mostraron en determinados momentos de su vida signos de rebeldía ante el
nefasto régimen que se abatió sobre lo que hoy es Rusia durante décadas.
No obstante,
Barnes es a mi entender un magnífico narrador que sabe construir sus relatos
con sostenido lirismo y hallazgos expresivos que hablan de su alto talento
literario. “El ruido del tiempo” es también el rescate de un momento tétrico,
patético y absurdo de la historia que tantas veces se ha registrado y se
registra en este mundo contemporáneo, y que tanto pone en cuestión la propia
condición humana.
“Y así empezaron sus vigilias junto al ascensor. No era
el único que las hacía. Otros en la ciudad hacían lo mismo con el propósito de
ahorrar a sus seres queridos el espectáculo de su detención. Todas las noches
seguía la misma rutina: evacuaba los intestinos, besaba a su hija dormida,
besaba a su mujer despierta, tomaba el maletín de sus manos y cerraba la puerta
de la casa. Casi como si se marchara para el turno de noche. En cierto modo era
así. Y después esperaba, pensando en el pasado, temiendo el futuro, fumando
para matar el breve tiempo del presente. Tenía el maletín apoyado en la
pantorrilla para tranquilizarse y tranquilizar a otros; una medida práctica. Le
daba el aspecto de ser responsable de lo que ocurría en lugar de ser su
víctima. Los hombres que salían de su casa con una maleta en las manos
normalmente volvían. Los hombres a los que sacaban de la cama a rastras en
pijama a menudo no volvían. Poco importaba que esto fuera cierto o no. Lo
importante era aparentar que no tenía miedo”.
Datos para una biografía. Julian Barnes (Leicester,
1946) se educó en Londres y en Oxford. Está considerado una de las mayores
revelaciones de la narrativa inglesa de las últimas décadas. Es autor de doce
novelas: Metrolandia (Premio Somerset Maugham 1981), Antes
de conocernos, El loro de Flaubert (Premio Geoffrey Faber
Memorial y, en Francia, Premio Médicis), Mirando al sol, Una
historia del mundo en diez capítulos y medio, Hablando del asunto (Premio
Fémina a la mejor novela extranjera publicada en Francia), El
puercoespín, Inglaterra, Inglaterra, Amor, etcétera, Arthur
& George, El sentido de un final, Niveles de vida y El ruido del tiempo, de los
libros de relatos Al otro lado del Canal, La mesa limón y
Pulso, del libro El perfeccionista en la cocina y de sus
memorias Nada que temer. Ha recibido entre otros galardones, el
Premio E. M. Forster de la American Academy of Arts and Letters, el William
Shakespeare de la Fundación FvS de Hamburgo y el Man Booker, y es Chevalier de
l’Ordre des Arts et des Lettres acordado en Francia.
En Internet:
Entrevista. Julian Barnes: “Solemos juzgar a los otros
con demasiada facilidad”, reportaje de Cathy Rentzenbrink, de The Bookseller.
En “El Cultural”, de El Mundo, Madrid, 13 de marzo de 2016
”Shostakóvich, entre el arte y el poder”, por Julian Barnes, “El País Semanal”, El País, 7/5/16
”Shostakóvich, entre el arte y el poder”, por Julian Barnes, “El País Semanal”, El País, 7/5/16
Video:
entrevista de la BBC realizada el 29 de enero de 2016. Duración: 7,39 minutos
(en inglés)
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