LA PRESA, DE IRÈNE NÉMIROVSKY












En los años ’30 del siglo pasado la escritora Irène Némirovsky tuvo considerable fama en Francia, donde se había radicado con su familia luego de sufrir varias peripecias a partir del hecho de que los comunistas de Ucrania (su país natal) pusieran precio a la cabeza de su padre.

Irène, que tuvo una pésima relación con su madre –quien la maltrató durante toda su infancia y adolescencia- pudo no obstante dominar varios idiomas, estudiar Letras y recibirse en la Soborna. A los dieciocho años comenzó a escribir y a los veintiséis obtuvo un éxito extraordinario con David Golder, novela que envió al editor Bernard Grasset sin firmar ni añadir un solo dato que ayudara a identificarla. Grasset quedó tan interesado en la obra que publicó avisos en los diarios para poder ubicar a la autora. El hecho de que dicha novela fuera llevada al cine la volvió muy popular al tiempo de hacerse amiga de grandes personalidades de la época tales como Joseph Kessel y Jean Cocteau. Pese a su juventud, se transformó rápidamente en consejera literaria.

Tres años antes se había casado con Michel Epstein, banquero e ingeniero, con quien tuvo dos hijas. Su condición de judía le trajo considerables inconvenientes en el país de adopción que no le concedió la ciudadanía por claros prejuicios antisemitas. Aunque escribió toda su obra en francés, también intentó sin suerte ser aceptada en una sociedad muy conservadora, al punto de que tanto ella como su esposo y sus hijas se convirtieron al catolicismo poco antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial. De nada sirvieron sus intentos, porque Irène y su esposo terminaron confinados en campos de concentración donde encontraron la muerte.

Las hijas fueron salvadas por quien había sido su institutriz asi como por familias cristianas, pero nunca reconocidas por su abuela, quien había logrado sobrevivir al furor y a la infinita crueldad de los nazis. En tanto el nombre y la obra de Némirovsky caían en total olvido, las hijas –Denise y Élisabeth- conservaron durante años el manuscrito de la última novela que su madre escribía con prisas y sin pausas, en medio de grandes padecimientos (exhibiendo obligatoriamente en su pecho la estrella amarilla) y pese a que para entonces tenía prohibido publicar. 

La reivindicación y el rescate de Némirovsky se produjeron al fin en 2004 cuando las hijas, ya ancianas, se decidieron a dar conocer el trabajo póstumo e inacabado de Irène, Suite francesa, que recibió el Premio Renaudot, tuvo una acogida inusitada con gran repercusión internacional, posibilitando el rescate de una escritora y una obra de excepción.


El redescubrimiento. A partir de ese momento se recuperaron grandes textos de la narradora, escritos entre fines de los ’20 del siglo pasado y durante la mayor parte de la década siguiente. 

Cada rescate implicó el reencuentro con relatos de gran envergadura, en los que los personajes han sido retratados con sus múltiples matices y es en sus descripciones de personalidades mezquinas y sobre la siempre compleja relación amorosa que es cuando Némirovsky despliega toda su maestría.

Ocurre en La presa, novela de 1938 que sólo ahora ha sido traducida a nuestro idioma. Cuando apareció, el ambiente en Francia no era el más propicio dado que había temor por la inminencia de la guerra a lo que acompañaba una fuerte depresión económica. 

El momento histórico no hizo mella en la certeza narrativa de la autora, quien cuenta la vida del joven y ávido “trepador social” Jean-Luc Daguerne, quien demuestra gran habilidad para dejar de lado a su familia provinciana y, afincándose en París, lograr acercarse al mundo del poder político, poco o nada dispuesto a atender las emociones y las necesidades de quienes lo rodean.

Edith Sarlat, hija de un poderoso banquero parisino, parece ser “la presa” a la que alude el título de la novela, porque hacia ella dirige toda su atención Jean-Luc al interpetar que sería un buen trampolín para afianzarse en el mundo burgués al que tanto desea pertenecer. También se acerca al político Calixte-Langon, quien a causa de hacerle un determinado favor lo transforma en su hombre de confianza.


La historia se complejiza. Hasta aquí quien lee la presente nota puede sospechar que el relato  resulte trillado y pueril, pero la autora ha tenido otras intenciones y es por eso que complica (y le obliga a modificar) los planes e intenciones a Jean-Luc, quien en algún momento deberá cambiar de perspectivas y estar dispuesto,él también, a exponer sus emociones, a pagar los altos precios que muchas veces implica o trae aparejado el amor.

La autora de Los bienes de este mundo escarba y vuelve a escarbar en los meandros de la emoción humana, lleva a sus  personajes a situaciones inesperadas y extremas, sabe modificar los escenarios y hasta las motivaciones de los diversos protagonistas. Así, los cambios que experimenta Jean-Luc, sus despistes, sus errores, las victorias pírricas que obtiene, van siendo presentados con gran habilidad, con precisión y originalidad, en tanto el trasfondo social, las convulsiones políticas, económicas y hasta culturales que vivía Francia apenas si se insinúan, pero terminan siendo el sustrato, el profundo telón de fondo de la novela. De paso, Irène ofrece un retrato impiadoso del mundo político de la  época.

En otros trabajos, la gran narradora supo hablarnos de los amores no correspondidos, de la pena, del dolor de vivir. Y vuelve a hacerlo ahora, “obligando” al lector a no dar nada por hecho y sabido, hasta arribar al final de la historia y comprender cuál es de verdad “la presa” sobre la que ha querido hablarnos en esta ficción, cuya sutil escritura se vuelve difícil de olvidar.

La presa (La Proie), de Irène Némirovsky.
Salamandra, Barcelona, 2016, 220 páginas.
Traducción de José Antonio Soriano Marco.

Un fragmento

“Jean-Luc se dijo que esa era la fuerza de la multitud, una fuerza temible que no había que menospreciar y que consistía en el número, en la masa. ¿Había enardecido él a aquella muchedumbre? No, él sólo era el oscuro autor. Todo el mérito le correspondía al inigualable intérprete, que ahora volvía a hablar, que sin aparentar cansancio hablaba de sí mismo, de su vida, de su corazón. En su voz asomaban notas histéricas, como si le costara contener las lágrimas, pero en lugar de avergonzarse de ellas, estuviera dispuesto a dejarlas brotar, no, resbalar por sus mejillas a la vista de todos. Separando los brazos con un amplio gesto y volviendo a cruzarlos sobre el pecho, Langon mostraba su corazón, su dolor, las pruebas que había soportado y la pureza de sus intenciones. Era el último golpe de efecto. La ovación estalló. Era un triunfo. Calixte-Langon abandonó la tribuna, vacilante, radiante, rodeado de amigos… El espectáculo había acabado. Sólo quedaba una formalidad, que consistía en derribar al gobierno, confiarle a Calixte-Langon una nueva cartera en la que formarían sus antiguos adversarios y darle a Jean-Luc un puesto de jefe de gabinete.  El mundo ofrecía al fin un resquicio por el que entrar, una puerta que se podía forzar” (pp. 124 y 125).

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