Julio era nuestro amigo. Lo esperábamos todo el tiempo
y, cada tanto, nos daba el gusto de hacerse presente con sus historias que eran
como cartas personales dirigidas no a la multitud, no a los lectores de libros,
sino a cada uno de nosotros. Para que se entienda mejor: eso que Julio enviaba
estaba dirigido solo a mi persona. Se trataba de una comunicación directa,
privada, que mucho no debía repetirse porque Julio se nos franqueaba, con su
amabilidad de siempre, con su humor, con su notable originalidad. Nos permitía
conocer lo más íntimo de él. Un secreto, sólo a mí revelado.
Por supuesto, no era así, pero en aquel tiempo de
despertares de todo orden (en los revulsivos años ’60 del siglo pasado) con
Julio Cortázar la gente joven de la época mantuvo desde el primer momento una
relación especial. Es cierto que hubo una determinada demora para conocer
masivamente sus relatos, porque el escritor había dejado Argentina en 1949 y,
salvo algunos breves viajes particulares, muy esporádicos, se mantenía distante
del país en el que había vivido sus primeros treinta y cinco años. Cortázar había nacido en
Bélgica en 1914, pero sus padres lo llevaron a Buenos Aires cuando era un bebé y
siempre tuvo nacionalidad argentina.
Por eso no puede sorprender que sus primeros libros –su
poemario Presencia, firmado con el seudónimo de Julio Denis, la obra teatral Los reyes, los cuentos de Bestiario, Final del juego y Las armas
secretas, así como la novela Los premios- pasaran un tanto inadvertidos. Pero a
partir de sus originales Historias de cronopios y de famas”1962) y,
especialmente, de su novela Rayuela, publicada un año después, otro fue el
cantar. Definitivamente.
Primera Plana, la publicación que
semanalmente aparecía en la época, con enorme gravitación en las capas medias argentinas
(en sus mejores momentos llegó a vender más de cien mil ejemplares en un país
que apenas superaba los veinte millones de habitantes), contribuyó en forma
considerable para imponer el nombre y la obra de Cortázar, como también lo
haría con varios de los escritores fundamentales del “boom” literario
latinoamericano, especialmente los de Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y, por sobre todo,
Gabriel García Márquez.
Aparte de que el gran escritor era publicado por
Sudamericana, una de las mos importantes sellos de esos años (no sólo de la
Argentina), en el que revistaba como editor Francisco Porrúa, “descubridor” de
talentos a lo largo del tiempo, sensible traductor, quien rápidamente comprendió
el valor que tenía Cortázar como renovador del relato literario, especialmente
del cuento.
Todo lo cual permitió que conociéramos/reconociéramos
sus libros iniciales (reeditados casi sin solución de continuidad) que incluían cuentos imperecederos, como lo han sido y son
“Casa tomada” “Continuidad de los parques”, “Torito”, “El perseguidor”, “Circe”
y “Final de juego”, por nombrar sólo a algunos de los más notables de ese
primer período.
Después, 1966, llegaría Todos los fuegos el fuego, una
de las más felices selecciones de relatos cortazarianos que, entre otros, nos
permitió conocer cuentos como el que da título al libro y otros de gran valor: “La autopista del sur”, “La salud de
los enfermos” o “Reunión” (el encuentro de Fidel y el Che, la primera
aproximación de Cortázar a la revolución cubana).
De a poco, Cortázar se volvió militante político y
aunque siguió escribiendo casi sin solución de continuidad, lo que vino después resulta comparativamente más débil, aunque su despedida literaria, con
los grandes cuentos que integran Deshoras, hizo que regresara íntegro cuando
la democracia empezaba a volverse realidad en la Argentina.
Me importa decir que Cortázar ha estado siempre allí.
Que a cada rato, una situación determinada, un hecho cualquiera, me lleva a
pasajes, a momentos de su relato. “Dialoga” con todos, claro está, con quienes
coinciden o discrepan con sus opiniones, con gente de diversa edad, del mundo
entero. Pero hoy, cuando se cumple el centenario de su nacimiento, cada uno de
sus lectores puede decir, como nos decíamos cuando éramos jóvenes: Cortázar
está hablando conmigo, haciéndome conocer otra faceta de su increíble mundo.
Porque Julio es mi amigo.
Fotografía lateral: tapa de la edición de la revista “Primera
Plana” del 27 de octubre de 1964
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