A casi veinte años de la muerte de Marco Denevi, notable (y,
lamentablemente, muchas veces olvidado) narrador argentino, otro escritor de
fuste –Fernando Sorrentino- lo
recuerda en esta nota que hoy publico y que, sin duda, enriquece a este blog. En
ella, Fernando habla en primera persona sobre la relación que mantuvo con el
inolvidable autor de Rosaura a las diez
y con su amplia obra.
Espero y deseo que los lectores de Noticias desde el sur la disfruten. A
Fernando, muy reconocido por esta colaboración.
1975: un recuerdo
personal
Lo cierto es que no puedo expresarme con
imparcialidad ni con frialdad: ocurre que admiro a Marco Denevi desde siempre y
sin límites.
Y, como me gusta narrar, voy a empezar
con un recuerdo personal.
Antes de cumplir los treinta años, tuve
la fortuna de que mi segundo libro de cuentos, Imperios y servidumbres (1972), fuera publicado en Barcelona por la
Editorial Seix Barral. En realidad, en aquella época yo no sabía qué se debía
hacer después de publicar un libro. Cierta conjunción de retraimiento y de desdén
me condujo a no hacer nada, a —simplemente— esperar los acontecimientos, sin
tener la menor idea, por otra parte, sobre qué acontecimientos podrían ser
aquéllos.
No sé cómo, en 1975, me atreví a enviar
por correo un ejemplar del libro, con una timidísima dedicatoria, a mi
idolatrado Marco Denevi. No muchos días más tarde recibí una carta hermosa
—ésta es la palabra adecuada— en la que el maestro me transmitía su opinión —no
siempre complaciente— sobre mis cuentos.
Como una carta suele traer otra, y ésta
una tercera, y así sucesivamente, llegó el día en que Denevi —con el que jamás
hablé por teléfono: sólo nos comunicábamos por carta— me invitaba a tomar un
café en la desaparecida confitería Saint James, que quedaba en la esquina de
Córdoba y Maipú.
Y allí estaba yo, mesa por medio, con ese
hombre de aspecto muy atildado, de traje tradicional, de camisa y corbata. Ese
hombre canoso, de estatura más bien escasa, de ojos algo hundidos y de preclara
inteligencia, se hallaba sentado frente a mí. Él tenía cincuenta y cinco años;
yo, veintidós menos.
No pude no pensar: “Parece un sueño.
Estoy conversando, muy suelto de cuerpo, con el maravilloso autor de Rosaura a las diez, con la persona que
inventó a Camilo Canegato, a David Réguel, a la señorita Eufrasia Morales… Éste
es el creador que tejió esa trama compleja y perfecta de la novela que yo leí y
releí tantas veces…, el mismo hombre que fraguó las inolvidables Falsificaciones, el que plasmó los
desopilantes Asesinos de los días de fiesta…
Yo estoy aquí, frente a él”.
Y ese hombre mágico me trataba con toda
llaneza y sencillez, y me formulaba preguntas y se interesaba en la poquita
cosa que yo podría escribir. Y contaba anécdotas y hacía bromas y se reía con
ganas.
Corriendo los años, seguí —de modo más
espaciado— intercambiando cartas con Denevi. Lo percibí como un hombre de
integridad total, un hombre de insobornable rectitud, un hombre que siempre
decía lo que quería decir.
Con el tiempo, y sin que hubiera ninguna
razón precisa, dejamos de estar en relación epistolar, pero mi devoción por don
Marco no sufrió desmedro alguno.
Por terceras personas, no ignoraba que
Denevi era una persona difícil, de carácter áspero. En la última parte de su
vida, rompiendo el contacto con el mundo exterior, se recluyó en su casa. Sé
que amigos que lo querían mucho y bien recibieron, de su parte, respuestas
duras e injustas.
Estas cosas ocurrían hacia el final de su
existencia. Pero… ¿cómo y cuándo surgió Marco Denevi?
Un autor desconocido
Hacia fines de 1954 o principios de 1955,
las autoridades de la antigua, venerable y, ¡ay!, ahora extinta Editorial
Guillermo Kraft, de Buenos Aires, convocaron, a sus oficinas de la calle
Reconquista 319, a cinco ilustres escritores argentinos: Fryda Schultz de
Mantovani, Rafael Alberto Arrieta, Roberto Fernando Giusti, Álvaro Melián
Lafinur y Manuel Mujica Láinez.
Aquella dama y estos cuatro caballeros
tendrían como misión integrar el jurado literario que otorgaría, a quien mejor
lo mereciese, el “Premio Kraft 1955 para la Novela Argentina”.
Concluida la labor de examinar los
méritos de ciento once obras, el jurado resolvió, por unanimidad y sin
hesitación ninguna, otorgar el primer premio del concurso a la novela titulada Rosaura a las diez. Ésta mostraba tal
madurez expresiva, tal perfección de construcción, tal riqueza y variedad de
lenguajes, tal exactitud y sabiduría en su trama, que los miembros la
imaginaron obra de algún colega ya consagrado.
Sin embargo, abierto el sobre que
revelaría la identidad del experto narrador, resultó que el nombre del autor de
Rosaura a las diez era absolutamente
ignoto, nadie lo había oído mencionar jamás y no había aparecido nunca ni
siquiera al pie de un cuentecito publicado en una revista literaria de
aficionados.
Se trataba de un tal Marco Denevi. Cuando
se hizo presente, las personas de Kraft no se encontraron con un arúspice
barbado y extravagante, de pipa, melena y anteojos, disfrazado de
“intelectual”, sino con un hombre correcto, tímido y taciturno, de treinta y
cinco años de edad, que vestía como gris oficinista y que se desempeñaba como
funcionario en la asesoría letrada de una entidad bancaria.
Poco más tarde de recibir el Premio
Kraft, Denevi explicaría:
Rosaura a las diez es mi primer libro; su
primer párrafo, mi primer párrafo; la palabra con que comienza, mi estreno como
(¿cómo decirlo?), como “ejercitador de las letras” (la expresión es del
apócrifo Mairena). La obra nació, conforme lo quería Martí, de un acto de amor.
Escribirla fue un quehacer premioso, gozoso, doloroso, sin pausas. Y puro,
porque entonces hallaba en sí mismo toda su razón de ser, sin preocuparse por
su ulterior destino. Apenas terminado, su goce y su dolor se hicieron
irrecuperables y de ambos no sobrevivió sino una transvaloración de orden
espiritual. Que tal es, cabalmente, lo que le ocurre a todo auténtico acto de
amor.
El perfecto mecanismo
de relojería
Según se sabe, Rosaura a las diez es una novela estructurada en cinco partes. En
cada una de ellas, distintos narradores aportan diversas informaciones sobre
los extrañísimos sucesos que tienen como protagonista al inolvidable Camilo
Canegato, uno de los personajes —creo yo— física y psicológicamente mejor
logrados de la literatura mundial.
La primera parte (declaración de la señora
Milagros) y la segunda (declaración de David Réguel) están en boca de sendos
narradores que, como testigos, relatan, con sus muy disímiles puntos de vista,
los sucesos ocurridos en la hospedería “La Madrileña”, especialmente en los
últimos seis meses (desde “aquella mañana en que el cartero trajo un sobre rosa
con un detestable perfume a violetas” dirigido a Camilo Canegato).
La parte III se titula “Conversación con
el asesino”; adopta la forma de un diálogo teatral puro, sin una sola
acotación, entre Camilo Canegato y el inspector Julián Baigorri.
En la parte IV, la risible señorita
solterona Eufrasia Morales acude espontáneamente a la policía para ofrecer su
propia versión de los hechos, y éstos aparecen bajo la forma del discurso
indirecto libre.
Cierra el libro la transcripción literal
de una carta inconclusa, carta que se trunca en el punto exacto en que sus
últimas palabras cierran mágicamente la novela, como un perfecto mecanismo de
relojería.
El lector, después de haber examinado los
cinco “documentos” que el autor aportó absteniéndose del mínimo comentario,
ahora y sólo ahora (en las últimas líneas), se halla en posesión de toda la
información necesaria para saber qué había ocurrido realmente.
Pues bien, como he dedicado una parte
considerable de mi existencia a leer literatura y como yo mismo he publicado
muchos relatos y ensayos, puedo afirmar que no me considero un lector ingenuo:
hecha esta declaración, confieso mi entusiasmo ilimitado por los méritos de Rosaura a las diez.
Ciertas obras, que me interesaron en la
primera lectura, no resistieron la segunda; en cambio, ¿cuántas veces he podido
releer, con inmenso placer, las peripecias de Rosaura? Muchísimas, y siempre
encuentro nuevos matices, nuevas sutilezas, detalles antes inadvertidos.
Lo cierto es que Rosaura me ha acompañado
durante extensos lapsos de mi vida. Mi primera lectura data del año 1958,
cuando yo cursaba el tercer año del colegio secundario; muchas posteriores
correspondieron a mis décadas de profesor de literatura, al continuar
compartiendo la lectura con mis alumnos de la segunda enseñanza; y otras
adicionales pueden surgir en cualquier momento, cuando un deseo incontenible me
conduzca a recorrer la antigua edición de Kraft, que atesoro con la dedicatoria
y la firma del gran Marco.
Es verdad que la estructura narrativa de
Rosaura es ingeniosa y brillante. Pero, en realidad, este pormenor —puramente
técnico— reviste una importancia menor. El hechizo de la novela estriba en que
todo lo que se narra en ella resulta, todo el tiempo y a lo largo de todo el
libro, sencillamente fascinante.
Como en la vida misma, se alternan los
niveles de lengua y cada personaje habla exactamente como debe hablar; un rasgo
patético nos angustia y los enigmas nos intrigan; de pronto el mejor humorismo
nos hace reír sin escrúpulos; las sorpresas y las continuas vueltas de tuerca
nos recuerdan, una y otra vez, que la realidad puede tener (y, de hecho, tiene)
infinitos rostros, y que ninguna cosa es, en rigor, siempre lo que parece ser.
Los hermanos de Rosaura
Pero la obra de Denevi no termina en Rosaura a las diez.
Vemos en sus narraciones predilección por
los personajes anacrónicos, los ámbitos cerrados, los ambientes atemorizadores,
el misterio que suele latir tras las apariencias cotidianas.
Y hay un tema que aparece con una forma y
luego regresa, con otro aspecto algo distinto, una y otra vez. Y es el tema de
la sustitución de la personalidad. El motivo es central en Rosaura a las diez.
Unos años más tarde, Denevi vuelve a
ganar un concurso literario importantísimo: el de la revista Life, abierto a todos los escritores
hispanoamericanos. Su novela —relativamente breve— se titula Ceremonia secreta y se publica en 1961.
Es una narración con misterios, con alguna reminiscencia gótica de The Fall of the House of Usher, de Poe,
y con derivaciones policiales; todo esto, en el habitual clima de verosimilitud
psicológica y con el exacto final al modo de un teorema. Tampoco aquí las cosas
son lo que parecen ser, y hasta se confunden los planos de la vida y de la
muerte: una mujer, para todos fallecida, permanece, sin embargo, viva en la
mente de su hija.
En 1966 aparece otra novela breve, Un pequeño café. Su insignificante héroe
es una suerte de alter ego del Camilo Canegato de Rosaura. Se llama, un poco
ridículamente, Adalberto Pascumo, y es tan tímido como aquél y, también como
Camilo, su timidez lo impulsa a mentir y a crearse su propio mundo ficticio.
Una vez más, Adalberto no es, para las demás personas, quien verdaderamente es.
En Los
asesinos de los días de fiesta (1972) asistimos a una impostura múltiple:
seis extravagantes hermanos, de extraños nombres, se hacen pasar por los únicos
parientes de un difunto rico. La mayor parte de la novela transcurre en un
clima de maravilloso humorismo que, casi imperceptiblemente, va ingresando en
zonas de misterios y desemboca, finalmente, en imprevista tragedia.
Denevi es también un maestro del cuento
corto y de las recreaciones literarias. Su libro Falsificaciones (1966) constituye una fiesta de la imaginación, el
ingenio y el buen gusto: en estos textos breves arroja una insospechada e
insólita luz sobre hechos históricos o literarios que parecían definitivamente
fijados. Y afirmo con todas las letras que, si hubiera que calificar con un
solo adjetivo el cuento titulado “Una carta”, yo, sin vacilar, elegiría
¡Perfecto!
Hace poco releí el volumen Hierba del cielo (1973). Desde luego, ya
no soy la persona que fui durante la primera lectura, realizada hace tantos
años. Todo el libro es excelente, pero hubo tres cuentos que me dejaron casi
temblando de emoción estética, tres cuentos prácticamente perfectos: “Charlie”,
“Michel” y “Hierba del cielo”. No pude no decir: “¡Ojalá los hubiera escrito
yo…!”.
No es el objeto de esta nota revisar toda
la obra de Denevi. Su bibliografía es abundante y variada.
Datos y magnitud
Su verdadero nombre era Marcos Héctor
Denevi; fue el menor de siete hermanos. Nació el 13 de mayo de 1920 en Sáenz
Peña, localidad de la provincia de Buenos Aires pegada a la ciudad del mismo
nombre. Sus padres fueron Valerio Denevi, italiano, y María Eugenia Buschiazzo,
argentina, hija de italianos.
Redactó en una sintaxis excelente, tuvo
vasta y profunda cultura, sabía latín, no ejerció la demagogia, no se fingió un
vate angustiado, careció de codicia y de ansias de notoriedad.
Desde aquel lejano 1975 pasaron muchos
años y no volví a encontrarme personalmente con Denevi. Pero continué, claro
que sí, frecuentando sus obras, por completo desobediente a la orden de
ignorarlo, ucase impartido por las despiadadas, inservibles, histriónicas,
mamarracheras, histéricas, quisquillosas, plúmbeas y lucrativas sectas que,
autoproclamadas “progresistas” y escribiendo a menudo en una sintaxis de
escuela primaria, monopolizan la literatura y rigen los medios “culturales” (o
culturosos) de la Argentina.
Sin embargo, yo tengo la absoluta certeza
de que, junto con Borges y Cortázar, Denevi integra el triunvirato de los
mejores narradores argentinos del siglo xx.
Falleció el 12 de diciembre de 1998 en
Buenos Aires.
El libro misceláneo Salón de lectura (1974) incluye un poema —a modo de profecía sobre
sí mismo—, “Última voluntad”, donde confluyen la ironía, el humor y la
tristeza. Sus cuatro versos finales son dignos de toda recordación:
Lego mis huesos a los castos lirios
y mi memoria a los desmemoriados.
En cuanto a mi salvación, es suficiente
la sacra ceremonia del silencio.
Mi gratitud final
Ocurre que yo no puedo hablar con la
presunta “profesionalidad” del crítico que “trabaja” de crítico, esa persona
que, acaso odiando la literatura, tiene la desdichada obligación de escribir
algún ensayo sobre algún tema cualquiera para cumplir con cierto requisito
universitario o periodístico, o, acaso, para congraciarse con tal o cual sector
político o económico.
No: éste no es mi caso. Yo soy un lector
que se deja llevar exclusivamente por el placer de la lectura. En tal sentido,
me encanta que me cuenten historias interesantes (en el mejor sentido de la
palabra), historias donde haya misterios o enigmas, y que yo pueda creer en
esos misterios y desee descifrarlos.
Y, cuando esos misterios están relatados
según los más estrictos recursos de la verosimilitud, con la máxima riqueza de
detalles, con los personajes que manejan el lenguaje adecuado a su situación
social; cuando reclaman nuestro interés tantas ideas inteligentes; cuando, aquí
y allá, se asoman las magníficas gracias de su autor; cuando la prosa,
salpicada de travesuras de toda índole, corre, fluida y límpida, por esas
historias atrapantes…, bueno, ¿qué otra cosa mejor puede pretender un lector
como yo, un lector que ama la literatura?
Sólo puedo sentir admiración y gratitud.
Y ésos son mis sentimientos hacia Marco Denevi.
* El trabajo más completo sobre su vida,
su obra y su valoración crítica se halla en: Juan José Delaney: Marco Denevi y la sacra ceremonia de la
escritura. Una biografía literaria,
Buenos Aires, Corregidor, 2006, 244 páginas. Este libro brinda, además, una
exhaustiva bibliografía (46 páginas) dividida en tres secciones: Obras de Marco
Denevi; Textos sobre Marco Denevi y su obra; Libros, artículos y notas de
consulta general.
Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires
el 8 de noviembre de 1942. Sus últimos libros de cuentos son Costumbres del alcaucil, Buenos Aires,
Sudamericana, 2008; El crimen de san
Alberto, Buenos Aires, Losada, 2008; El
centro de la telaraña, y otros cuentos de crimen y misterio, Buenos Aires,
Longseller, 2008; Paraguas,
supersticiones y cocodrilos, Veracruz, Instituto Literario de Veracruz,
2013; Problema resuelto / Problem gelöst,
edición bilingüe español/alemán, Düsseldorf, DUP, 2014; Los reyes de la fiesta, y otros cuentos con cierto humor, Madrid,
Apache Libros, 2015.
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