Tres lecturas. Viet Thanh Nguyen: "El simpatizante"; Wilcock: "El estereoscopio de los solitarios"; Forn: "La tierra elegida"

“El simpatizante”, de Viet Thanh Nguyen. El autor, nacido en 1971 en la hoy inexistente Vietnam del Sur y residente en los Estados Unidos desde la caída de Saigón en manos de los comunistas (cuando era un niño de apenas cuatro años), escribe una vasta novela que gira en torno a la brutal guerra registrada en su país y que tanta repercusión tuvo en la vida de la nación del norte de América entre las décadas de 1960 y 1970 del siglo pasado.
Particulariza a esta extensa, pero también intensa, novela el hecho de que quien la protagoniza es un confeso espía comunista que se ha infiltrado en las tropas del sur, primero cuando actuaban en Vietnam, y después de ser derrotados, obligados a radicarse en territorio norteamericano. No es develar misterios particulares de la novela, por el contrario, el lector sabe de entrada quien es ese simpatizante: ““Soy un espía, un agente infiltrado, un topo, un hombre con dos caras. Previsiblemente, quizá también tengo dos mentes. No digo que sea ningún mutante incomprendido salido de un cómic ni de una película de terror, aunque hay quien me ha tratado como si lo fuera. Simplemente soy capaz de ver cualquier cuestión desde ambos lados”.
Las peripecias de la novela son reiteradas, los escenarios van mutando de manera permanente. Se desplaza del Saigón de los últimos días antes de la caída, a los Estados Unidos donde los vietnamitas desplazados deben soportar los sinsabores de los refugiados.  Y en todo momento el personaje (hijo de una campesina violada por un cura francés) vivirá la doble vida del topo, muy cerca de los contrarrevolucionarios (dado que es asistente de quien fuera jefe de la –desaparecida- policía secreta survietnamita) mientras no deja de pasar información a su jefe de los propios servicios comunistas. Soportando, en todo momento y circunstancia, además, su condición de bastardo.
Ambiguo, ambivalente, debiendo superar mil peligros, viviendo la vida siempre arriesgada del espía (obligado a enfrentar situaciones extremas), terminará de la peor manera, encerrado e informando a sus enemigos. La novela pasa pues por diversos matices y situaciones y toda ella reclama paciencia al lector, hasta el mismo final, en el que se verá que no hay “buenos” ni “malos” en esta historia, reflejo mismo de la vida y de sus terribles contradicciones. Esta ficción obtuvo el renombrado Premio Pulitzer el año pasado. (Seix Barral, 2017, 475 páginas. Traducción de Javier Calvo. En España: 22 euros. En Argentina: 419 pesos).

“El estereoscopio de los solitarios”, de Juan Rodolfo Wilcock. Veamos esta lista: “Un centauro que pinta naturalezas muertas oníricas; un oráculo que recorre la ciudad en camioneta; una  sociedad de escritores encerrados en un armario; una gallina editora”. Ahora repitamos la pregunta del prologuista Luis Chitarroni: “¿por qué de ese mundo dejado atrás –la Argentina de los años cincuenta- J. Rodolfo Wilcock parece haber llevado sólo refinamiento clásico y perfección?”.
Agrego lo que oportunamente expresara Ariel Dilon al referirse al libro capital de este autor inclasificable, “El caos”: “Wilcock descubre que el orden aparente de las vidas y de los días es apenas un accidente, una excepción, siempre a punto de ser desbaratada, y borrada, cuando el verdadero amo del mundo repare en ella”.
Queda por fin, repetir lo que expresa el diccionario al definir estereoscopio; "Aparato en el que, mirando con ambos ojos, se ven dos imágenes de un objeto, que al fundirse en una,
producen una sensación de relieve por estar tomadas con un ángulo diferente para cada ojo".
Con tales definiciones, puede uno aproximarse a esta suma de variada lectura (y lección) como es el presente libro. “El caos” fue reformulado por el autor en 1974, aunque databa de 1960. “El estereoscopio”, con el que tiene tantas afinidades, es de 1972. No resulta entonces arbitrario encontrar en ambos libros múltiples vasos comunicantes.
En todos ellos se dan cita la heterodoxia, la percepción del caos inminente, la crueldad, el ácido humor, la punzante ironía, el absurdo, la nota surrealista. Wilcock fue el rebelde de un cuarteto integrado por Borges (a quien admiraba), Bioy Casares (que llegó a detestarlo) y Silvina Ocampo (quizás su mejor amiga, con quien escribió “Los traidores”). Asfixiado por el peronismo de los ’50, optó por partir a Europa, primero a Londres, luego a Italia, en uno de cuyos pueblos buscó refugio, como también hizo lo propio con el idioma, porque la mayor parte de su obra final la escribió en italiano. Allí iba a morir, solitario, empobrecido, eterno insatisfecho, perenne iconoclasta, en 1978, luego de haber actuado como extra en “El Evangelio según Mateo”, de Pasolini y  de haber comenzado a ser admirado por grandes autores peninsulares, entre ellos Ítalo Calvino y Alberto Moravia.
“Maestro de las apropiaciones sutiles, de las imitaciones que superan el modelo, de la insinuación alusiva y la referencia demoledora”, como bien señalan en contratapa, Wilcock es el escritor para leer. Y para releer reiteradamente. (La Bestia Equilátera, 2017, 198 páginas. Traducción de Ernesto Montequin. Prólogo de Luis Chitarroni. En Argentina: 260 pesos).


“La tierra elegida”, por Juan Forn. Hace exactamente una década el argentino Juan Forn publicó la primera edición de este libro que luego fuera seguido por “Ningún hombre es una isla” (2010). Ambos libros componen la actual reedición de “La tierra elegida”, una recopilación de artículos referidos en su gran mayoría a libros y escritores, que el autor nacido en Buenos Aires y radicado en Villa Gessell volvería a compilar en los tres tomos que integran “Los viernes”, amplísima selección de similares características (2015-2017).
Si hay algo que singulariza los textos del autor de “Nadar de noche” es la intensidad. Y también la pasión. Pasión por autores, por libros, por personajes que, como los pintores Rothko y Balthus o el nazi Albert Speer, salen de la media. Forn pone toda su energía para narrar episodios históricos, trazar perfiles de personajes del pasado inmediato, para contarnos anécdotas que atrapan, importan. John Berger y Joseph Roth, Saul Bellow y Sándor Márai, Kawabata y Babel, Tolstoi y Kafka, Bernard Shaw, Pessoa y Nabokov. De todos ellos cuenta un amplio anecdotario, pleno de interés, sin evitar a veces incursionar en hechos que tienen que ver con su propia vida, como le ocurre al historiar la vida de un bisabuelo, almirante argentino que tuvo su doble vida en Japón, a quien termina vinculando con Giacomo Puccini y su ópera Madame Butterfly.  
Algunas páginas cobran particular consistencia, como cuando reconstruye su búsqueda personal de libros de Márai (y logra encontrarse con dos de sus novelas que un paciente librero guardó durante cincuenta años en su librería de viejo en Buenos Aires) o todo el largo episodio que dedica al sacrificado escritor ruso Isaac Babel, que va a concluir con la conmovedora frase que nunca pudo decirle su hija, porque esperó su regreso en vano: “Al fin llegaste. Dejaste tanto y al mismo tiempo tan poco para saber de ti. Siéntate y cuéntamelo todo”.
Es por cierto imposible, y hasta gratuito, elegir “el mejor” de los treinta artículos que componen el libro, aunque sí puede decirse que se destaca con creces el dedicado al científico italiano Ettore Majorana (“El hombre que no inventó la bomba atómica”) un pacifista sobre el que se dejó de tener noticias antes de la invención de la referida bomba, quien habría desaparecido para no tener vínculos con el espantoso artefacto, para conservar su perfil de humanista convencido. “La tierra elegida” es también una apuesta, la de Forn por la creación, por la felicidad y a veces el dolor de gestar el hecho artístico. Gran libro de un gran articulista. (Emecé, 2017, 389 páginas. En Argentina: 385 pesos) 

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