"Los nombres", de Tommy Wieringa. Una alegoría sobre la identidad

“Los nombres” (”Dit Zijn de namen”) , de Tommy Wieringa.
Edhasa, Buenos Aires, 2016, 316 páginas.
Traducción de Micaela van Muylem.
En Argentina: 365 pesos.

Tommy Wieringa es uno de los autores más populares de Holanda. Vivió varios años en Aruba, por lo que conoce considerablemente la idiosincrasia de los caribeños en particular y de los latinoamericanos, en general. Su escritor preferido es Gabriel García Márquez y ha expresado su interés por el realismo mágico.
Sin embargo, el segundo libro que de él se conoce en castellano, “Los nombres”, transcurre por otros andariveles, tanto que si fuera por el presente texto no habría manera de relacionarlo, en cuanto a temas y estilo, con el narrador colombiano, su escritura y sus búsquedas expresivas.
En realidad, la novela aquí comentada referida a unos refugiados que –vueltos una especie de esqueletos vivientes- deambulan por una estepa interminable en la frontera entre Europa y Asia, partió de algunos datos de la realidad. En efecto, un tiempo atrás –antes de que se produjera el éxodo masivo de asiáticos y africanos que tratan en la actualidad de hacer pie en las naciones europeas- un grupo de refugiados fue desembarcado en una zona de Ucrania por traficantes que “inventaron” una frontera ficticia para confundirlos y hacer que marcharan sin solución de continuidad por un mismo territorio, absolutamente perdidos y sin destino ninguno.
Si bien esa acción de extrema crueldad queda reflejada en “Los nombres”, la novela apunta hacia una cuestión más compleja y sutil: la redención. Y para ello Wieringa toma como personaje central no a los refugiados –cuyas zozobras y locuras también cuenta, con muchos aciertos- sino a un comisario de frontera, Pontuj Bej quien, afectado por enfermedades que anticipan su vejez, vive una verdadera crisis de identidad.
De manera que durante un considerable tramo de la novela, ésta se muestra escindida en dos partes muy diferenciadas: una de ellas habla de la vida común de Pontuj como oficial en un puesto de frontera, en la que se evidencia su soledad raigal, su vida sin excesivos sobresaltos, la ausencia de sentido en su existencia hasta que, de pronto, por motivos aleatorios nacidos de los recuerdos de su niñez y de una canción que cantaba su madre (para él incomprensible) y tras la muerte de un rabino, descubre por azar sus vínculos con el judaísmo.
En paralelo, se desarrolla la segunda historia, referida a los desamparados que circulan interminablemente en medio de la estepa. Perdidos, hambreados, enfermos, con historias personales nunca aclaradas del todo. Un niño, una mujer obligada noche a noche a mantener relaciones con los hombres que integran el grupo de desesperados y esos mismos hombres, procedentes de regiones y vidas previas muy diversas. Todos marchan juntos, salvo un negro que habla un idioma para ellos incomprensible y al que, sólo por su piel y porque reza como cristiano, desconfían y temen y por lo tanto ralean del grupo que ellos mismos componen.

La miseria degrada.  Los caminantes, muertos de frío y de hambre, van degradándose momento a momento, mientras esperan encontrar un signo de vida que se demora en emerger en medio de ese desierto sinfín que atraviesan como si expiaran una culpa, mientras buscan al responsable de sus males.
Los hay, objetivos: los traficantes de refugiados que cobran cifras exorbitantes para trasladarlos de la peor manera y arrojarlos a su (mala) suerte sin el menor escrúpulo. Y la propia culpa de los inmigrantes, que pagan por sueños imposibles con una reiterada ingenuidad que despierta el asombro. Es cierto que muchas veces no tienen más alternativa que la huida, pero por la necesidad de salir de ambientes hostiles, de situaciones de hambruna, persecución o guerra, “compran” –en todos los casos a alto precio, humano, dinerario- los sueños que “venden” los traficantes.
Pero a estos refugiados, las responsabilidades ajenas o propias no los conmueven, por lo que buscan en otro esa suerte de maleficio que los ha alcanzado Y, claro está (algo más que previsible), la culpabilidad recae en el diferente, es decir en el negro africano que por distinto debe cargar con toda la responsabilidad. Luego, de otra manera y después de una extrema decisión, lo verán como una suerte de guía que los conducirá a la salvación.
De esa forma, es decir con una carga adicional que no es el caso explicitar acá, los refugiados llegan a la ciudad donde Pontus debe atender y resolver su situación. Pero ellos se niegan a hablar, a aclarar cómo han actuado, también de donde proceden y cuántos han quedado en el camino.
Mientras dilucida todo ese enredo, debe atender a la cuestión de la judeidad, que lo toma de lleno y lo conduce a mantener un diálogo sobre religión, creencias e identidad con ese segundo rabino, Zalman Eder, un anciano que, al parecer, es el último judío vivo que reside en la comarca y que mantiene sus tradiciones y hasta una sinagoga a la que nadie concurre. Cuando muera, todo eso se perderá de manera irremediable.
Pero Wieringa se reserva un as en la manga: Pontus encontrará el modo de saldar sus cuentas y cuitas personales, y lo hará de manera indirecta, a través del niño que será todo un rebelde y con el que tendrá extremas dificultades para conectarse y proponerle una salida. Salida que también será la respuesta que encuentra el autor, simbólica y prácticamente, a los enigmas que plantea “Los nombres”, una compleja alegoría sobre nuestro presente.

Tapa de la edición holandesa
De un reportaje al autor, tomado de “De Morgen”, Asse, Kobbegem, Bélgica:
“Wieringa no es religioso, pero está familiarizado con el deseo de un pasado (compartido). Luego de la partida de sus parientes a Estados Unidos, su rama es todo lo que queda del árbol familiar en Holanda: ‘No tenemos pasado, porque mi familia no cuenta historias. A menos que lo escriba, no existirá. Algunas personas no se preocupan por el pasado. Sin embargo, la idea de que el pasado no pueda recuperarse, no sobreviva, me llena de horror’. (…) El pasado y los recuerdos proporcionan una base sólida, como lo hace la confrontación con uno mismo. Wieringa se da cuenta ahora: ‘Por ejemplo, hoy ayudé a alguien a abrir una puerta en el tren. Deposité mi basura. Alimenté y llevé a mis hijos a la guardería. En una palabra: soy un buen ciudadano. Pero si mantengo mis recuerdos, sé que soy tan despreciable como cualquier otra persona. Sé de lo que soy capaz. Y no siempre es lindo. En Los nombres lo pongo de esta manera: Una vez en su vida un hombre llorará porque llega a comprenderse perfectamente. Y, una vez en su vida, llorará porque sabe que no puede salvarse. Ésta es la esencia de mi libro”.
 Traducción de Mónica Herrero.

Datos para una biografía
Tommy Wieringa nació en el pueblo holandés de Goor, en 1967. Estudió historia y periodismo en las universidades de Groningen y de Utrecht. Vivió varios años en el Caribe. Publicó más de quince títulos desde la aparición de su primera novela en 1995. Su repertorio incluye novelas, crónicas, cuentos, literatura de viajes, ensayos, reseñas periodísticas, crítica cultural y del arte. Su visibilidad en los Países Bajos y el mundo aumentó drásticamente en 2005 con la publicación de su cuarta novela, Joe Speedboat, ampliamente galardonada, de la cual se vendieron más de 300.000 ejemplares. Sus obras siguientes continuaron ganando premios nacionales y cultivando críticas positivas. Fueron traducidas a muchas lenguas, incluyendo el coreano, el hebreo, el hindi, el alemán, el francés y el inglés. En el ámbito hispano, la editorial Destino publicó Andanzas de Joe Speedboat contadas por el luchador de un solo brazo, en 2008. Tiene una sólida carrera periodística, escribiendo artículos y columnas para diversos medios holandeses, actividad que aún práctica.

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