LOS CASQUIVANOS, DE NICOLÁS HOCHMAN



“Los casquivanos”, de Nicolás Hochman. La Letra M, Buenos Aires, 2014, 156 páginas. En Argentina: 150 pesos.

En un momento determinado de la novela “Los casquivanos”, del argentino Nicolás Hochman, un personaje se dice que no buscaba tanto el placer en las relaciones sexuales sino una respuesta. En realidad “la” respuesta. Aunque, eso sí, ignoraba cuál era la pregunta.

Quizás esta suerte de premisa absurda sea aplicable al resto de los personajes que animan a esta novela/rompecabezas, un puzle en los que se ve a los personajes enfrentando situaciones grotescas de toda especie, al tiempo de avanzar –una manera de decir- hacia ninguna parte. Tal como si actuaran repitiéndose aquella frasecita de “no sé lo que quiero, pero lo quiero ya”.

Con la novela, el autor –según señala en la conversación que mantuvo con este blog y que transcribo luego del presente comentario- ha querido  hablarnos “de la soledad, del amor, de exilios sutiles, de la identidad”. Vale decir que sus propósitos son múltiples y ambiciosos, intenciones que se esconden detrás del grotesco, el erotismo y un reiterado humor.

Epicentro de la historia es un “trencito de la alegría” (es decir un colectivo o bus repintado, con globos, luces, música y personas disfrazadas de personajes de historietas o cómics), que recorre las calles de la ciudad de Mar del Plata llevando pasajeros de todas las edades, con el fin de que conozcan el más popular enclave turístico argentino. La “misión” es, presuntamente, la de brindar un espacio de relax y felicidad. Pero no es eso lo que ocurre, al menos no es lo que pasa en la novela.

Diversos escenarios

Debe aclararse que no es el único escenario de la novela, sino que aunque allí confluirán diversos personajes éstos aparecerán en otros espacios y momentos en la ciudad (especialmente en un bar, el “café rojo”), ciudad que Hochman se empeña en mostrarla carente de glamour. El autor tiene razón cuando expresa que –premeditadamente- nunca aparece el mar y la “extrañeza” se acentúa aún más porque la ficción se desarrolla en pleno invierno. Es decir, cuando la ciudad se encuentra ganada por un clima muy hostil.

Resultan aciertos de la novela las vueltas de tuerca que contiene y que van sorprendiendo al lector a medida que se avanza en su lectura. También son válidos los distintos hechos que viven los personajes y que terminarán confluyendo en ese “trencito” sobre el que el autor da pistas, pero se niega –por suerte- a las definiciones taxativas.

La novela empieza con un hecho sorpresivo: Karl, uno de los personajes de la novela y que se ha preguntado qué haría si encontrara mucho dinero, tropieza con un bolso lleno de plata. Pero cuanto pensó que haría con el dinero se esfuma. En realidad no sabe qué hacer con él, al punto de que se deja llevar por un amigo –Sándor- a quien no le cuenta el hallazgo y al que sigue por distintos lados hasta desembocar (por supuesto, podría decirse) en ese “trencito de la alegría”.

Pero a poco andar lo que ha sorprendido se diluye: el bolso es dejado por ahí y la historia de Karl se centra en su relación con una mujer, Sarabá, así como con un desconocido que lo espía desde un departamento contiguo. Sin embargo, Hochman juega al acertijo con el lector porque también esa historia se verá interrumpida abruptamente y Karl no reaparecerá, sino que desfilarán otros personajes, varios de ellos con nombres “extranjeros”: Cornelius, Berenice, Roberto, Bruno, Dariusz, Karin, Orlando y Orestes, además de los ya mencionados Sándor y Sarabá, cargando sus propios conflictos.

Relaciones humanas

Le importa a Hochman contar las historias personales que se entrecruzan y vinculan a unos con otros. Hablar de las relaciones humanas que en muchos momentos, sobreabundando en determinadas situaciones, son relaciones sexuales que, en general, resultan frustrantes.

Porque los amores no son correspondidos y todos en realidad son seres solitarios que buscan, pero que no encuentran. Tampoco son “ganadores”. Ni en el amor, ni en sus vidas personales. Tampoco Sándor, un fotógrafo exitoso, de fáciles conquistas sentimentales, llega a “triunfar” en este relato tumultuoso, dado que sus sueños de fama se diluyen en prácticamente un segundo. Esto, el derrumbe inmediato, es lo que viven otros personajes: Bruno, el propio Sándor, los hombres que “pierden” mujeres, como le ocurre a Rubén, como le pasa a Karl (igual que al fotógrafo) o a las mujeres (Karin, Sarabá,  Berenice), que no terminan de acertar en sus relaciones afectivas.

Hay dos personajes que no encajan en la historia coral: Orlando, dueño del “trencito”, y Orestes, un muchacho joven que trabajaba como muñeco y lleva un diario. Este personaje resulta extraño al resto y vive su propia odisea al tener que enfrentar a niños y desconocidos que se ensañan con su figura. Quizás termine siendo, de una manera sesgada, el propio alter ego del autor, porque como él lleva un diario. Y porque al final del libro llega a una conclusión significativa, que aquí es mejor omitir.

A favor de la novela quedan el tumulto, las peripecias de los personajes, el “trencito” que conlleva más desolación que otra cosa, el puzle como propuesta narrativa. En “contra”, al menos desde mi punto de vista, el exceso de encuentros y desencuentros sexuales, el hecho de que se disgreguen de manera muy rápida, e injustificada, puntos nodales, (como el hallazgo del bolso recargado de billetes, o la compleja relación de Dariusz y Berenice, o las consecuencias de aquello tan grave que le ocurre a Bruno y que en el libro simplemente no se explicitan). Puntos de vista personales, que al lector corresponde compartir o rechazar.
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Laterales: Fotos de Mar del Plata, Argentina.
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Diálogo con el autor

-Casquivano refiere a la frivolidad y habla, al menos en el diccionario, de “mujer que no tiene formalidad en su trato con el sexo masculino”. ¿Por qué eligió esa palabra, tan infrecuente, para titular su libro?
 -Esa es una definición posible. Lo que subyace es más complejo: se llamaba casquivanas a las mujeres que se tomaban la vida con mucho desenfado, con pocos prejuicios, con muy poca atención a las reglas de moral que marcaba la sociedad, y todo eso se veía simbolizado en el aspecto erótico: se acostaban con quienes querían, vivían su sexualidad de una manera mucho más libre de la que era aconsejable. Pero no eran prostitutas, porque las casquivanas no cobraban por entregarse. De algún modo eran adelantadas a su época que hoy pasarían completamente desapercibidas. La idea de titular “Los casquivanos” a la novela respondió a dos cuestiones. Por un lado, recuperar una palabra en desuso, una palabra que tiene muchísima fuerza, un potencial fonético y significante enorme. Por otro lado, porque así como era usual hablar de las casquivanas, en femenino, es una idea muy poco utilizada en masculino, o en un plural inclusivo. Y, al menos en parte, la idea que atraviesa el libro es que de algún modo todos tenemos una parte casquivana, más o menos reprimida, que sale a la luz en algunas ocasiones, como por ejemplo arriba de un tren de la alegría.

-En la novela, “Los casquivanos” es un vehículo que transporta a supuestos felices pasajeros por Mar del Plata, pero también resulta una suerte de metáfora. ¿Si es así, metáfora en relación a qué?
-No sé si es una metáfora, o por lo menos yo no lo pensé así (que no significa que el libro no hable más y mejor que yo mismo de lo que quise decir). Para mí el tren fue la posibilidad de situar a un conjunto de personajes en una coyuntura bizarra, absurda, grotesca, que forzara una serie de situaciones, de elecciones, de actos. Fue, en todo sentido, un vehículo que me permitió movilizar escenas y sensaciones. Lo que queda claro es que los que viajan ahí de felices tienen poco.

-¿Por qué la historia transcurre en Mar del Plata? ¿Usted vive o ha vivido allí?
-Viví quince años, entre los 11 y los 26. Ahí hice la secundaria y mi carrera como historiador en la universidad. Y si transcurre ahí es porque siempre me llamó la atención qué poco explotada está Mar del Plata como locación de ficciones. Sobre todo porque es una ciudad grande, compleja, con personajes fantásticos, que termina siendo idealizada por obra y gracia de la publicidad y el deber ser. Mar del Plata es muchísimo más que el mar y la playa, que no aparecen en ningún momento del libro.

-¿Le demandó mucho tiempo escribir su novela? ¿Puede explicar por qué? ¿Le fue fácil o complicado editarla?
-La escribí entre 2007 y 2010, y la estuve corrigiendo hasta 2014, cuando decidí publicarla. Me costó encontrar una editorial que fuera afín a cosas que para mí eran muy importantes y que, a la vez, estuviera interesada en publicar la novela. Con Laura Massolo, de La Letra M, todo eso fluyó muy bien y me sentí a gusto desde el primer momento. En primer lugar, siempre es una alegría que un editor elija invertir recursos (plata, tiempo, energía) en publicar un texto que le gusta y que es de uno. Pero además fue muy importante para mí poder elegir la ilustración de tapa (que es obra de un artista genial, Javier Reboursin), convocar para la contratapa a un grande como Marcelo Figueras, y tener en la presentación del libro a Ricardo Coler y a Pablo Picotto.

-¿Cómo encaró su armado? ¿Tuvo ideas dispersas o un proyecto concreto previo antes de empezar a escribirla? ¿La novela registra una sola o varias versiones?
-Un poco de todo. La novela se fue armando con historias desparejas, muy diferentes entre sí, con personajes que iban apareciendo y haciéndose un lugar a medida que la narración avanzaba. No tenía idea de hacia dónde estaba yendo, pero sí qué era lo que quería contar. La novela habla de la soledad, del amor, de exilios sutiles, de la identidad. Venía con mucha carga teórica de la universidad y quería hablar de esas cosas pero de manera coloquial, simple, cotidiana, y con mucho color y humor. Y así se fue armando el libro, escribiendo todos los capítulos a la vez. Como son historias que no responden a un hilo cronológico, su orden fue variando hasta último momento. A veces creo que podrían ser leídos como cuentos, pero todos son parte de la misma historia inconclusa, como la vida.

Witoldo, omnipresente

-Pasando a otro plano. Usted ha sido el principal animador del congreso internacional sobre Witold Gombrowicz (foto) realizado en agosto pasado en Buenos Aires. ¿Qué es para usted, como autor, el escritor polaco? ¿Cómo lo sitúa en el ámbito de la literatura argentina? ¿Entiende que su obra ha tenido incidencia en sus propias ficciones, en su escritura?
-Gombrowicz fue un provocador que terminó triunfando un poco pese a él. Un tipo terriblemente inteligente, ácido, desubicado, fuera de lugar, que no se cansaba a de estar en contra de cualquier cosa, persona o idea que se le pusiera adelante. En lo personal, como lector, muchas veces me pasa que sus textos me resultan repulsivos, pero les encuentro tanto material para deshilachar que el disfrute viene después. Es decir, después del mal trago inicial que él preparaba con tanto esmero. Es una literatura agridulce que acá siempre cayó muy mal y fue rechazada siempre. Inclusive ahora. Es cierto que desde que Piglia dijo que era el mejor escritor argentino del siglo XX (una provocación superadora del mismo Gombrowicz) y que Germán García empezó a escribir algunas cosas sobre él, se lo empezó a mirar con otros ojos, pero ni siquiera se lo lee formalmente en las carreras de Letras. Es curioso, o sintomático, que lo lean, casi con exclusividad (y en soledad), escritores, académicos, intelectuales y dramaturgos, y no un público más heterogéneo. Ese fue uno de asuntos que quisimos cambiar con el Congreso Gombrowicz, que buscaba hacer mucho más ameno el encuentro con el polaco. Creo que nos fue bastante bien, porque muchísima gente que nunca había escuchado hablar de él terminó acercándose, leyéndolo, averiguando quién era. En mi obra hay mucha influencia de su obra. No tanto en cuanto al estilo, pero sí a algunos temas, o más bien a la manera de buscar desacralizar las miradas, de relativizar qué es importante, de marcar contrapuntos donde se supone que no debe haberlos.

-¿Hay otros autores que hayan incidido en su vida y/o en su obra?
-Lawrence Durrell, Milan Kundera, Sándor Márai, Bernhard Schlink, Hayden White, Fabio Morábito, Raymond Chandler, Fernando Pessoa, Osvaldo Soriano, Sigmund Freud, Ricardo Coler, Sergio Olguín, Marcelo Figueras, Clara Anich, Edgardo Scott, Yair Magrino, Wanda Wygachiewicz, Agustín Dellepiane, Manuel Crespo, Fernando Chulak, Juan Guinot, Sebastián Chilano…

-¿El hecho de ser un consecuente “animador” de hechos culturales, como lo ha sido participar en la dirección de una revista (“Lamujerdemivida”), de un grupo literario (Grupo Alejandría) o de un congreso de fuste como fue el dedicado a Gombrowicz, ha enriquecido o “demorado” al narrador”?
-(Risas) En realidad, el narrador vino primero, y el animador se lo fue comiendo de a poquito. Alejandría, Lamujerdemivida y ahora también UnaBrecha (una productora cultural que armé el año pasado) fueron quitándole tiempo a la escritura, y sobre todo concentración. Pero son etapas, y me parece que todo eso confluye en lo mismo, que es generar productos culturales. Y si son literarios, mejor.

-¿En qué se encuentra trabajando en la actualidad?​
-Hace un tiempo que estoy escribiendo una novela nueva, que me está dando mucho trabajo porque requiere de investigación histórica, entrevistas y, sobre todo, muchísimo cuidado con los contenidos

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Perfil

El escritor argentino Nicolás Hochman nació en Buenos Aires en  1982 y entre los 11 y 26 años residió en Mar del Plata. Es profesor y licenciado en historia, aparte de ser “casi doctor” en ciencias sociales. Integra el Grupo Alejandría, es consejero editorial de la revista Lamujerdemivida, fue organizado el Congreso Gombrowicz celebrado el año pasado en Buenos Aires, durante el cual se pasó una amplia revista a la vida y obra del escritor polaco, y dirigió la revista "Casquivana". “Los casquivanos” es su primera novela.

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Video: Presentación de “Los casquivanos” a cargo de Pablo Picotto (7/10/14)

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